La poesia y los días

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La escritura hija de los días. La que inventa al día, le da sentido y sustento y la que los días crean a su imagen y semejanza. Toda imagen que conmueva, que desordene los sentidos y sea capaz de convocar al desasosiego, al diálogo interior que es justificación de todo autor. La palabra que sobrevive, y en consecuencia, se distingue de la otra endeble, que cae al piso como hojas desmayadas. Posiblemente tendrá cabida otra tentativa: La que no provine de la experiencia personal; sino de la que se hace colectiva, nos elige de morada pero que nosotros no vivimos y llega como un eco de otro tiempo.

Ese será el acento de esta escritura, de allí su virtud y tragedia. No defenderemos ni una ni otra.

Frente a lo cotidiano y su contrario, habita el asombro; en este caso, la palabra que está por escribirse. No fumamos de lo concluido...

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domingo, 25 de diciembre de 2011

Himno del asombro

Hace ratito en el techo de mi cuarto alumbró la luna que vigila a mi niña cuando le aconsejo descansar, dormir en paz.
Esa niña tiene 24 años…
—Es que los hijos no crecen para los padres; sentenciaba mi madre.
¿Cómo es posible que las cosas más simples y corrientes sigan causándome un estado de buen ánimo aún cuando la vida me guste menos?
Si me gusta menos, me armo de valor, de que me guste como siempre.
Amo el sabor del agua. Traduce un estado que da fin al desasosiego.
Emparentados a esas imágenes comunes, los vasos comunicantes que multiplican la posibilidad de la escritura, como quien recibe un dictado.
Las mujeres más hermosas que pueblan mi existencia, las anuncia las burbujas en el vaso de cerveza: Tienden la plataforma que les permite avanzar del baño al cuarto, cubiertas en toalla, recién bañadas.
El código del anochecer y del perfume. Dos llaves secretas. Con una aseguro la llanura, de que ninguna res salte la talanquera y los caballos reposen tranquilos.
El chorro de la cocina alude a mi mujer. El sonido del teléfono une a un variado linaje: la mujer que ama y espera por mí, los hijos, el compañero que desea conversar una botella de vino, la esposa maltratada por los imperativos de amores supuestos de mi amigo, la ofrenda de los poetas, las ofertas que se me presentan por casualidad, la compañera de liceo que al fin pudo conseguir mí número y ¡qué bueno poderte saludar!
Donde nací habrá una casa que me retrata y devuelva entera a mi madre. El otro sitio, San Carlos de Austria, remite a mis amores.
Detesto los adioses. Percibo en ellos una sentencia inconclusa. A mi padre que no terminó de irse, a los objetos que le dan presencia en la casa.
Cuando leo un texto es porque sentí cada palabra, cada línea. De allí, que cuando comento lo ajeno, leo en voz alta mi propia historia.
Hace ratito fui huésped distinguido de la felicidad hecha pájaro cantando a la mañana.
A dentellada limpia, defiendo el derecho a estar alegre. Toda palabra verdaderamente mía, debe dar ese testimonio: cuando lloro, estoy alegre; cuando estoy más triste, más ganas tengo de estar alegre. Es una autentica obstinación, un verdadero Himno.
La única línea que conmovió a mi hija, fue la vez aquella, cuando le pedí a la luna que alumbrara su sueño.
A su enamorado le confesó que yo era lo único que tenía y la cobijaba el temor de mi muerte: mi cariño por el vino. En la cómoda de su cuarto, en un portarretrato, mi perfil; yo en suéter a la inglesa. Cuando se enoja conmigo, sustituye mi fotografía por una de su madre.
Hoy, Milicita, un picachito de luna, alumbró mi oscuridad.
Prometo una próxima entrega en tono de proverbios.
¿Te parece poco como estoy aferrado a la tabla de salvación —en actitud de náufrago— soportando todos los látigos del sufrimiento que solo ahora puedo descubrir cuantos rostros tiene? Ni siquiera es el dolor, es la tristeza.
Prepáreme la cena, que regreso pronto.
Hace ratito en el techo de mi cuarto cantó una cigarra…

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