La poesia y los días

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La escritura hija de los días. La que inventa al día, le da sentido y sustento y la que los días crean a su imagen y semejanza. Toda imagen que conmueva, que desordene los sentidos y sea capaz de convocar al desasosiego, al diálogo interior que es justificación de todo autor. La palabra que sobrevive, y en consecuencia, se distingue de la otra endeble, que cae al piso como hojas desmayadas. Posiblemente tendrá cabida otra tentativa: La que no provine de la experiencia personal; sino de la que se hace colectiva, nos elige de morada pero que nosotros no vivimos y llega como un eco de otro tiempo.

Ese será el acento de esta escritura, de allí su virtud y tragedia. No defenderemos ni una ni otra.

Frente a lo cotidiano y su contrario, habita el asombro; en este caso, la palabra que está por escribirse. No fumamos de lo concluido...

APUNTES IDEAS EJERCICIOS Y CRÓNICA DEL MÁS LARGO VIAJE DE LA UTOPÍA

jueves, 3 de noviembre de 2011

Crónicas del olvido / Alberto Hernández


Una vez frente al paso (todas las veces) hacia el anochecer
1
Miguel Pérez (Achaguas, 1962) se revisa al comienzo del libro, desanda el tono que va a usar en las noventa páginas de este desahogo titulado Una vez frente al paso (todas las veces) hacia el anochecer (Monte Ávila Editores, Caracas, 2008), suerte de poética —como todo libro que se precie de audaz— que alerta al lector, no vaya a ser que se confunda con un inventario de paisajes y pierda el tino de las líneas. Se trata de un poemario destinado a los exiliados, a los que dejaron el lugar del origen y no se han despegado de él, puesto que lo llevan atado a los huesos.
Con el acompañamiento de Alfredo Chacón, Enriqueta Arvelo Larriva y José Vicente Abreu, Miguel Pérez hace el viaje de estas hojas altivas unas veces, amables otras, pero sobre todo abiertas a cualquier promesa: el poeta apureño escribe desde él mismo, desde su nombre y apellido familiares, desde el barranco menos inocente de sus ríos, que son muchos, y desde la envergadura de una tierra donde se pierden los rastros y la voz para convertirse en “la huella del dolor”. Más allá de interpretaciones donde primen viejas limaduras acerca del afuera y el adentro de la poesía, Pérez alerta sobre su sin cuidado cuando se refiere a su escritura, tan llanera como su costumbre de ser cotidiano.
El inicio es un poema que se desprende del resto de las palabras que hacen el libro: Miguel Pérez conversa con el lector, le dice: No busques asombros ni acentos de los grandes acontecimientos / Busca aquí la gramática de los que perdieron la tierra / Busca aquí el destello de la desolación / el asomo de lo que sobrevive / Busca aquí el rastro de los que cruzaron el río / Busca aquí la canción de los condenados / Busca aquí a los extraviados de siempre / a los sin remedio / Ni ponto la flor / tampoco quiero que se abra en el poema // apago la voz y le doy paso a la huella del dolor / persigo el idioma del horizonte / la mirada de lo quemado / una palabra agreste una canción sin fin / ahogar un fuego que trata de consumir mi hoja de vida.
No es —entonces— el ya tan manoseado poema agrario, el que intenta reivindicar la nostalgia del paisaje, de sus acreencias y metáforas. Es un extenso desafío donde quien habla ha sido alejado del territorio afectivo, de aquel que ya no es y se ve en un espejo borroso, desde la vida y la muerte, desde el hoyo del olvido, desde la memoria fragmentada. Pérez hace una poesía de un llano que se niega a ser el mismo de siempre. Contrariar a Huidobro ya es suficiente.

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Y entonces aparece la desolación en la naturaleza violenta, en el idioma de los elementos, en la línea estática de la tierra: horizonte que advierte la tesis de la redondez del tiempo; en las bestias que desalojan la sombra para huir del misterio, vertida en “estaré distante / esperando que caiga este cielo”, como la ola de Lazo Martí, tan celestial como las mareas, como el río que va y viene y no se mueve.
¿Cuánta soledad se aísla en la crónica de un verso? Miguel Pérez no se despega del poema: lo hace voz íntima, personal de la misma poesía. Texto, estructura e imágenes hacen crisis en el contenido axiológico del poeta. El poema es alguien, materia de lugar y extravío: el silencio se pasea por sus líneas y termina como parte de la soledad que atestigua su fuerza en la pérdida de la casa, en los muertos que regresan, en los árboles borrados, en él mismo asombrado de su ausencia, una vez en el lugar de retorno.
En un intento por domeñar la geografía, la que tantas veces el nativista calaboceño frecuentó pero negó para preferir la de los orígenes, Pérez dialoga con el poeta —también apureño— Igor Barreto: “Dime, Igor, si aquella mata de mastranto / puede con el tamaño de nuestro sueño / Dime, Miguel, si aquella sombra pertenece / a los espantos del horizonte / o es este rapio de sol con sus bromas”. Y remata, apegado a Quevedo y su poema al amor constante más allá de la muerte: “Polvo soy, polvo enamorado seré”.
Tanta es la cercanía que insiste dos páginas más adelante, donde la madre encuentra espacio entre los escombros de la memoria, entre el quemado cielo de sus ojos: “polvo enamorado / polvo de muerte / polvo de enrancia / polvo de ventana vieja / polvo de vastedad”. Un poco antes de este encuentro, la abuela señala el camino de lo que habrán de ser otros textos revelados en sus ojos:
Uno no sabe si la tierra
            es la que se mueve
detrás de los caballos
          si las palmeras se alejan
o son las matas que andan con las empalizadas
que de tanto estirarse juegan a alcanzar el horizonte
(…)
He visto la imagen de mi abuela en otro sitio…

3
Del olvido hay mucho en este libro. El poeta lo busca, pero no lo encuentra. La memoria se mueve, como la tierra, como el polvo que le ajusta cuentas a quien no teme decir que le tiene miedo a la muerte.
Vuelve la voz de la abuela, metáfora del tiempo, de la memoria, de la amnesia abrigada en los nombres que hace ardor: “Cada palabra le duele”.
El mismo poeta viaja en el poema. Aparece y desaparece en la voz de la anciana que lo nombra y lo borra. El exilio es una salida, el otro ahogo que salva, pese a que el dolor encuentra lugar seguro en quien no quiere compromisos con quien lo invoca o lo procura: “Conmigo no cuentes, Euclides Pérez, para esos días de grandes cataclismos de tristeza”. El que regresa al punto de partida reconoce la pérdida, el fracaso: “Verás que al regreso / nada será igual / la casa será otra / y tu puesto estará ocupado / En todas partes encontrarás recelos...”, porque “ya esto pertenece a la muerte”. Regresar es ser extranjero, desconocido, casi enemigo. De allí, como afirma el poema: “exilio es siempre exilio en cualquier parte”.
El libro discurre, como un río. Se detiene y entra en el silencio a través de la preocupación por el poema. Miguel Pérez confiesa que escribe poemas para conjurar los días de tormenta. Pero cuando ésta desaparece, el poeta reclama su ausencia, la regaña, la busca en los rincones, en la necesidad de que ésta le hable de la tierra de sus padres. La define: “el hueso de toda poesía está en lo oscuro”. Y sigue para asirse de la rama del olvido, del poema que podría ser la memoria, imágenes.
El resto del recorrido ahonda en este tema, en los ausentes, en los muertos que regresan y los que se quedan sin decir. Hasta arribar a otra declaración tan terrenalmente local, como el polvo llanero que traspasa los ojos de los difuntos que aún se pasean por los patios y se asoman al canto del ordeño: “Soy un hombre que nació a la orilla de un río sin la gracia del Sena (no busque usted en mis poemas otras ruinas, otro acento: mi orden no sabe de ladrillos) estoy acostumbrado a ver lejos, a estirar la mirada y amarrarla (...) el paisaje que llevo adentro me mantiene recluido en su recinto oscuro, sin bordes: me exilió de lo cotidiano”.

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El sueño y el amor, temas también de este libro, se imbrican para personalizar el espacio, el lugar que se mueve, arriba en el cielo, abajo en la tierra. Una mujer se torna nombre en lo blanco de la página del Quijote, una Dulcinea inesperada.
Para cerrar, el epígrafe de José Vicente Abreu sirve para un diagnóstico: el poeta de este libro, Miguel Pérez, padece un mal incurable: “soy de la casta de los que no se van”, pese a haber cruzado ríos se quedó, nunca se marchó y atestigua que como la tierra que lo baña es inigualable. “Soy de los que cruzó el río para quedarme en ti”.
www.letralia.com/ciudad/hernandez/091022.htm

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