La poesia y los días

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La escritura hija de los días. La que inventa al día, le da sentido y sustento y la que los días crean a su imagen y semejanza. Toda imagen que conmueva, que desordene los sentidos y sea capaz de convocar al desasosiego, al diálogo interior que es justificación de todo autor. La palabra que sobrevive, y en consecuencia, se distingue de la otra endeble, que cae al piso como hojas desmayadas. Posiblemente tendrá cabida otra tentativa: La que no provine de la experiencia personal; sino de la que se hace colectiva, nos elige de morada pero que nosotros no vivimos y llega como un eco de otro tiempo.

Ese será el acento de esta escritura, de allí su virtud y tragedia. No defenderemos ni una ni otra.

Frente a lo cotidiano y su contrario, habita el asombro; en este caso, la palabra que está por escribirse. No fumamos de lo concluido...

APUNTES IDEAS EJERCICIOS Y CRÓNICA DEL MÁS LARGO VIAJE DE LA UTOPÍA

lunes, 30 de enero de 2012

Orlando Araujo a vuelo de pájaro*

Carta desde la soledad, cara de navaja,
que son la palma íngrima y los yagrumos
Pie del monte andino y buena parte de las sabanas de Barinas.
Orlando:

Fue después —y muy a pesar— de cruzar el Apure, recién culminado mi bachillerato en el Lazo Martí, cuando tropecé con un libro tuyo: me encontraba en San Carlos de Austria; corrían los ochenta y mi vida se movía en dos ámbitos: la literatura y la militancia activa en el PCV… Pocas nueces y demasiado ruido de Tráfico y Guaire. Era el momento de los comités de solidaridad con los pueblos del mundo; la presencia de un vigoroso movimiento estudiantil en la calle y de una izquierda destrozada, presa del burocratismo, sin propuestas audaces, dividida y penetrada, con las heridas de los sesenta aun abiertas. Así, llegué hasta ti: tal vez un artículo en El Nacional o de alguna cita de tus libros en “Papel Literario”; más conciencia tengo, de las entrevistas tuyas, de respuestas alarmantes, todas ingenios y corte bueno de vida, ante preguntas sin gracias y simples, que yo recortaba y aún guardo como esos tesoros de siempre. Desde allí viene la maña del encajonamiento de tu prolífica existencia, en términos que por trillados (tristezas y bebederas de caña), no dicen lo suficiente de un narrador económico de admirables recursos en el decir y de sacarle —incluso— partido a los lugares comunes y lo cursi; como los invocados por Carmen Mannarino —repito; sustraído de ese periodismo de las páginas culturales de los domingos—, en el texto Orlando Araujo: violencia, nostalgia y bohemia (1995).
Caballero de la porfía, distinguido siempre, en el botiquín, el aula de clase, en los viajes imaginarios, en las crónicas, ensayos y mini-ensayos de revistas y periódicos, conferencias y discursos de orden; el “mediano escritor local de Venezuela”, consiguió desde bien temprano un sello que garantizaba jamás perdida de tiempo: desperdicio muy poco; intriga, inteligencia y belleza, con los aires de una manera personal de decir las cosas: Otra de las voces cabeceada artesanalmente primero y moldeada después por los modos de la Universidad; en ambas ocasiones por los filos de los “caminos que andan”. En este tono, me acerco a ti, por encargo de alguien, a quien no se le puede decir no.
Transcurridos veinte años supe de tu estadía en Tinaco en conmemoración de alguna fecha del calendario de los vencedores: aquí llegaste de la mano del historiador de Cojedes más destacado nacido en el siglo XX, biógrafo de villanos, héroes y valores; afanoso cronista de ciudades nuestras, y en mayor dedicación, acucioso atormentado del tema Bolívar. Y según me cuentan, la pasaron de lo más bien. Por allí anda el testimonio gráfico: rodeado de gente de las fuerzas vivas, encorbatados, perifollado en sus trajes negros, de caras serias y señoras encopetadas, y tú con la tuya, de poca consideración con lo torcido, frente amplia, mirada profunda y desparramada, de farallones y de los ríos vecinos del llano, sin ganas de andar en una de cuentos contados, con perfil de los hombres de poco hablar porque les bastan dos o tres palabras, para armar lo conveniente y decirlo todo mediante la sensación que emerge de lo asomado, de lo hábilmente escondido pero que se deja ver, tal como ocurre con los hombres solitarios, tristes y silenciosos, de la niebla, del páramo, del yagrumo, del piedemonte andino, “hombres que se abrían paso entre aceitunos, guayacanes y cedros”; de los que le tiraban una pescozada al jinete, “pero se la pegó al caballo y derribó a los dos”, “gentes del poco hablar”; de los Araujo, de donde vienes, Orlando, apellido desgastado en la contiendas de fines del siglo XIX, semblanzas de los cuales, se encuentran en tu Compañero de viaje (1988): ese además, es un método de la poesía vallejiana: conocer, palpar, referir, contar desde la rebelión del “yo no sé”…
            Tu guía y contertulio en esa ocasión, fue nada menos que José Carrillo Moreno, hombre de formalidades y además de juntarse con los suyos, los florentinos de Tinaco y sus alrededores, para que todo el paisaje soltara su grito y la vida doliera menos, en noches enteras de coplas, corríos, pasajes y baile; de buen trago y buena comida, y entre uno y otro chance, la reconstrucción de la jornada cumplida por los paisanos en la Independencia, la guerra larga del partido liberal amarillo, del que se creía militante Carrillo, y las simpatías compartidas hacia “el hombre cara de navaja, antecesor de Zapata”, como tú lo fijaste en el prólogo que hicieras a un libro de José León Tapia.
Creo que comencé bien: en los estantes de la Biblioteca “La Casa de Todos” —de un grupo católico progresista de la Parroquia Los Samanes—, dos tomos de Lenguaje y creación en la obra de Rómulo Gallegos (1977), me atrajeron a su sitio, donde acudí con la certeza de que allí estaba lo que hacía tiempo buscaba. Los abracé y de inmediato solicité su préstamo. Mi anfitrión los miró y sentenció: Es suyo…
            Aparte de lo provechoso en lo personal, pues fortaleció mis opiniones frente a las ideas negadoras de lo hecho por las generaciones anteriores, sostenidas por mis compañeros de promoción, en ese afán de una literatura universal, despojada del colorido local; me sirvió para establecer las coordenadas donde podía encontrar las inquietudes del escritor cachorro que confrontadas con la de la madurez, darían la línea seguida o esquivada de aquella escritura que así como supo describir y contar, comprender y explicar, crear y recrear, testimoniar y testar a la hora adecuada, denunciar y alertar —a la manera de Martí, prever es de político—; escritura de varias esquinas pero solamente de un sello, que no se podía esconder con pseudónimos porque todos los caminos llevaban al piedemonte… No adelantaré opinión. Estas alas del primer vuelo vienen sin plomo (por el contrario, traen juicio, frescura y adecuado manejo de los instrumentos de trabajo):

En el último de estos campos —el moral— se siembra y ejemplariza la dignidad intelectual, que no debe prostituirse; en el segundo —el social—, la misión del intelectual hispanoamericano… las vicisitudes de nuestra historia no son tanto el fruto de un medio físico determinante, ni de una mezcla racial desventajosa, cuanto hijas de la incultura ambiente y de la ausencia de ideales colectivos  que arraiguen en el grupo. El intelectual tiene una función educadora y guiadora, que no es precisamente la del político demagogo, sino la del sembrador responsable.
(…)
El artista puede serlo con toda plenitud sin dejar por ello de ser hombre. (Araujo, II; 1977: 133-134)…

Seguidamente un cuadro del que no podemos perder ni una letra:

La obra de arte que llega al corazón de la gente y perdura en él, no es precisamente la que está atenta a los últimos dictados de la moda literaria, ni la que administra con habilidad los recursos que esa moda le ofrece. Es la obra que nace como una necesidad expresiva del hombre ante el espectáculo del mundo y de si mismo, inspirado en un tema sentido y vivido y no en uno convencional o impuesto, realizada con imaginación creadora más que con las excelencias de las técnicas o con los rigores de la lógica. (Araujo, II; 1977: 134).

Aquí cabe la pregunta: ¿A qué distancia nos encontramos, no del personaje estudiado, si no del que llega a estas conclusiones, el autor de un libro que consideraba de adolescencia? ¿Acaso, ese destino que era escribir, en tu criterio, no encaja en ese cuadro? No invento; solo pongo al descubierto tu confesión, tu autorretrato, que tiene de sustentos estas palabras tuyas, Orlando:

La obra de Rómulo Gallegos, así solitaria y entregada a su propio destino, resiste la prueba de toda grandeza creadora.
Dije mal cuando afirmé que la había defendido. Me defendí yo a su sombra. Me defendí del escarnio y de la imitación porque si algo enseña Gallegos es a buscarse y a ser uno mismo sin negación de maestros al tercer canto de gallos. (Araujo, I; 1977: 15-16).

Ser uno mismo, con obra que nace como una necesidad expresiva del hombre ante el espectáculo del mundo y de si mismo, inspirado en un tema sentido y vivido; esa precisamente fue la tuya: “en eso de la obra de profundo significado social”, observado en Gallegos; cortaste la tela de tu “libro sagrado”, diseñado no sólo para consumo de los demás, como acontece con la mayoría de los falsos consejeros que nunca materializan el andamiaje que recomiendan: no simple dogma, ni mandato, ni pose; letra cumplida una a una en los frutos sembrados en los territorios de ese evangelio: ser artista sin dejar de ser hombre; ser artista sin hacerse cómplice de los tantos engaños con los cuales nos han encadenado: “No creo en la indolencia del mestizo”, le restregaste a los sociólogos justificadores del orden que aumenta la pobreza en la misma medida que concentra en pocas manos la riqueza multiplicada:

Cuando encontré a mi compañero de viaje, muchos habían muerto, pero conocí algunos todavía fuertes y activos. Morían trabajando. Y conocí a sus mujeres y a sus hijos, imagen y semejanza de ellos. ¿Cómo podían ser tan fuertes si casi ni comían? Recordándolos me he negado siempre a creer en la indolencia del mestizo, en la pereza del indio y en la flojera del campesino. (Araujo, 1988-A: 19).

Esa es, ni más ni menos, la sublevación contra la labor de la universidad al servicio de Doña Bárbara, materializados en discursos, tesis o tratados sociopoliticos impartidos en las aulas de clase y hasta trasmutado a la ficción, como por ejemplo, de cuando Santos Luzardo, sin mayor claridad ideológica, extravía el rumbo del bien y se convierte en dogmático partidario de la cerca, de la propiedad privada, con la que pretende remendar los males de la Venezuela feudal… Es decir, se trata de la insurrección contra la ciencia, el arte y la profesión, la educación en su fase de producto, a las órdenes del circo de políticos, militares y empresarios, circunscrito a la geografía de la dominación, o del mal, de la barbarie —para decirlo con la inocencia del lenguaje de Gallegos— en un afán de perpetuar a esa Venezuela Violenta puesta al desnudo por ti.
Y esa postura tuya, Orlando, no fue flor de un día: de Compañero de viaje, se puede decir todo lo que pueda recoger quien a ti se acerque, más si tiene noticias de una tal Comala y las andanzas de Pedro Páramo (necesidad expresiva del hombre ante el espectáculo del mundo y de si mismo, inspirado en un tema sentido y vivido), pero si no se insiste en que es alegato de una conciencia creadora, reveladora, deslumbrada, aguda, inmersa dentro de un contexto social, del cual es vigilante (obra de profundo significado social); la exégesis queda incompleta, y así el oficio, el destino que tú decías, la escritura, se hace palabra estéril, distanciándose del Orlando que conocemos por los frutos: libros y predicas constantes: denuncia, revelación, toma de partido, solidaridad para los perseguidos, la inconformidad como brújula y conducta:

La existencia de las propiedades se medía por el esfuerzo de cada uno. Eran los excluidos del latifundio andino, los exiliados del trigo merideño y del café trujillano. Hombres lampiños, de ojos entoldados y manos cuarteadas por el frío, manos incansables con el hacha y buenas para toda siembra, manos para fundar pueblos. (Araujo, 1988-A: 17).

En aquellos momentos cuando los periodistas y escritores corrían riesgos, paraban en la cárcel y arruinaban sus “prestigios” —a diferencia de los del Comandante Hugo Chávez se gobernaba con las garantías constitucionales suspendidas— tú,  Orlando, andabas sin cuidado: asumías lo que eran consecuencias de la “Dignidad del intelectual”: decías lo que estabas llamado a decir, y así, después de tu pasantía por los calabozos del puntofijismo, cuando muchos de los que recién bajaban de la montaña, creían despojarse del polvo de la derrota con su giro a la “Derecha” y procuraban arreglar las injusticias sociales por la vía de paños calientes, tú hablabas de la iracunda necesidad de incendiar la pradera, desde cualquier tribuna, porque para ti “no había separación posible entre ética y estética”:

Tapia buscó a Zamora donde Zamora estaba: en la memoria y en el corazón de los abandonados. Viejos centenarios  y viejitas dispuestas a morir con el orgullo de una virginidad a prueba de montoneras, fueron suministrando cuentos, datos y candelas sobre el hombre de cara de navaja, antecesor de Zapata, hijo de Bolívar y pionero del Ché Guevara: Ezequiel Zamora, siempre vivo en la iracunda necesidad  de la revolución. (Tapia, 1979: 15-16).

En “la manera de Tapia” —hallazgo tuyo—, está también parte de tu secreto: al testimonio de los abandonados, de los excluidos: le prestas oído y los dejas andar en el papel al antojo de la “gente de ver, oir y callar”; y con ellos el testimonio de los vencidos y el acento del paisaje —en el sentido de Earle Herrera: el paisaje no como telón de fondo sino como otro personaje—; voces dolidas, violentas y tiernas, voces de la venganza, canción infinita del ardor, del dolor, de la pena enlutada, de los tristes en una nueva forma de referir la tristeza, pasión del hombre por la tierra que pisa, careo de la vida con la muerte, contado bajo la armonía del río, los utensilios, las aves del monte, las charnelas y todas las voces de la comarca a la entera disposición del narrador, dentro de “un ámbito de nadie” entre el “más acá de los paramos y más acá del llano abierto”, despreciado por igual, por gochos y llaneros, donde dos soledades se juntan, allí mismo en el piedemonte andino:

No se le vio durante muchos días. Crecieron las barbas, se agotaron las urnas y hubo que suspender los bailes, los juegos y los gallos. Dicen que está fabricando un puñal de bayoneta para matar a Félix Díaz, dicen que salió de noche hacia la Loma de San José a buscar sus parientes para cobrar la afrenta, dicen que está en Guaitó buscando la morocha de Crisanto Damas, dicen que se está reuniendo con el chueco Bodas para tenderle una celada al Jefe de policía. Giorgen será jipato y firifiro, pero es un Briceño, y la suya será venganza de hombres. (Araujo, 1988-A: 115).
           
Pocas veces en la narrativa venezolana bastaron dos o tres palabras —fueron suficientes; y la reiteración no está de más— para aludir un lugar. Y ese es uno de los logros de Compañero de Viaje… Ciertamente “creación de una realidad y un tiempo ya inexistentes”… toda una vida… un mundo arrojado por la neblina montaña abajo, como lo ha expuesto Herrera, no muy distante del juicio del poeta Francisco Pérez Perdomo: “Escritura certera y brillante, que no es reflejo de una realidad sino creación de la misma, incluso hasta cuando la rechaza o la niega”. El poeta nos brinda un párrafo que podemos considerar una excelente interpretación y un resumen de ese recuentro tuyo con la infancia: 

La casa natal del narrador y el puente que se alzaba junto a ella han desaparecido desde hace ya muchos años y, sin embargo, el narrador vuelve a su casa y a su puente en una noche de luna brillante, luna brillante pero sin sonidos como aquellos provocados por la crepitación solar. Allí recomienza la historia de su infancia. El padre es un pez inmenso y solitario seguido por las ruinas de su equipaje: una maleta destartalada que dejaba entrever en su interior botas, espuelas y papeles. Es el periplo regresivo que hace del pasado un presente, en el cual se va a instalar desde ahora el narrador. El tiempo verbal también lo significa. (Pérez Perdomo, 1994: 147).

Ese, el contenido: recuerdos de infancia y adolescencia; la gracia estriba en  que “la experiencia vivida y recordada y la experiencia transmitida, o que se pretende transmitir… se hacen una sola”… “conoce a profundidad su materia y la transfigura en virtud de un lenguaje que se ajusta cabalmente a su asunto. Esta integración lograda es uno de sus méritos fundamentales”. (Pérez Perdomo, 1994: 148 y 149).
Orlando: entusiasmado con la aparición de tu libro, La palabra estéril, Ludovico Silva sostuvo: “Nos hace saber una vez más, en fin, que por la literatura no se llega a ninguna parte, en tanto que por la vida se llega a muchas, entre otras, a la literatura” (1992: 324). En tu caso, las otras paradas fueron el periodismo, la cátedra universitaria y la política. Tiene razón Ludovico: escribiste lo que te contó tu Compañero de viaje, hijo de un caudillo vencido; porque “si no les doy vida se van a ir muriendo y yo con ellas”. 
Tu compromiso político lo hiciste más patente, fiero y fuerte, en la medida en que envejecías, al contrario de los que a esa edad aflojan el paso: fuera de la literatura y la firma de manifiestos, está la solicitud de inscripción a Jesús Farías en el Partido Comunista y el viaje a Nicaragua sandinista. Tu libro, Viaje a Sandino (1985), confirma esa tendencia:

Vine a verme morir resucitado, vine a ver a los dioses sin sotana, vine a sentirme llorando con la soledad y el miedo, vine y estoy por mucha belleza, hasta un disparo. (Araujo, 1985: 38).

Me siento triste y solo y con miedo, si junto las tres cosas nadie podrá matarme. (Araujo, 1985: 47).

Entra un hombre de dos metros, alforja, daga y ametralladora.
Dice:
—Escribí vos compañero, que esas balas también sirven.
—También estoy armado —dije—
—También sirve, me respondió con una generosa incredulidad. (Araujo, 1985: 53-54).

En Cartas a Sebastián para que no me olvide (1993), encontramos una visión tuya sobre el Libertador que rivaliza contra la acartonada y liquidadora de los historiadores denunciantes del “culto a Bolívar”; tesis por lo demás reduccioncita, edulcorada de algunos aires iconoclastas, según la cual, Bolívar no sirve para nada, ni nada le simboliza a los venezolanos (descalificada por Leopoldo Zea desde sus inicios: “acabaría terminando en algo semejante a lo que fue la interpretación liberal positivista”). La tuya, Orlando, testifica un punto de vista afín de la cultura latinoamericana que habló de volver a nuestra historia, a nuestra cultura, buscando en ella algo más que “expresiones de viejas servidumbres; las expresiones del espíritu que hizo posible la primera gran independencia de nuestra historia” (Rodó, Martí, González Prada, Vasconcelos y otros más), portadora de un Bolívar que desde que se alzó no ha dejado de combatir uno sólo instante:

Bolívar jamás tuvo un caballo: tiene un pueblo.
Uno tenía y era del color del trigo y se lo regaló a José Martí.
Cuando murió Martí se lo regaló a un argentino y el argentino a un chileno y el chileno a un jinete que venía de Nicaragua y el jinete de Nicaragua no lo desensilló: Bolívar cabalga todavía. (Araujo, 1993: 51).

Y a ese Bolívar, descubierto por ti, y todos estos hombres del ser y saber americano, ese Bolívar que divisó Neruda al fragor de la guerra civil española; a nosotros nos cuesta dejarlo en las páginas de los textos, depositarlo en los recintos de archivos o papeleras como lo desea la saga de Germán Carrera Damas: Dejarlo tranquilo en el panteón.
¡Nos quedamos con el gran tributo de la cultura latinoamericana a nuestro héroe!
Tú, amigo mío, de los lectores más competentes que ha tenido nuestra historia literaria (novelas y cuentos), pues así lo refrenda tu Narrativa venezolana contemporánea (1988-B), empujada ligeramente, como quien no quiere la cosa, sesgada hacia la tierra de tus angustias, afanes y fantasmas; ese lugar de La mancha de que no quiero acordarme de tu escritura: “Dicen que hay una escuela trujillana”…
Escuela la tuya, Orlando: El niño y el caballo (1997) y Los viajes de Miguel Vicente Pata Caliente (1997), me dejan un reparo: se puede escribir para los niños, sin disfrazarse de ellos y sin maltratar la palabra; más que en diminutivos, la poesía está en otro sitio, en largos viajes, siluetas de la imaginación, destello de lo inesperado, entregado en píldoras, una a otra unidas musicalmente, imágenes copiadas o complementadas, imágenes en todo trance, amelladas o con filo, apuñaleadas de cataclismo o silencio de tumba, de dentro o fuera del ser, dirigidas a aplacar los dolores del hombre por mandato de Homero: aquí, desde mi condición de lector escotero, noto en la narrativa tuya, Orlando, gran esfuerzo de resguardo de un glosario que ya no se asoma en nuestra habla maltrecha; una afán por descubrir ante los ojos de los pequeños, lo “real maravilloso” o el “realismo mágico” de toda la extensión y profundidad de lo que encierra la palabra patria… Demostraste que un cuento cabe enterito en una copla; menos difícil encontrar a cada paso de tus fragmentos narrativos, el vuelo iniciándose hacia el poema, el trazo poético, el empeño de expresarse por imágenes que se logra después de un largo proceso de preparación, de depuración, de encontrarse al fin con uno mismo… cuando el paisaje de afuera y de adentro son idénticos:

El potrero. Los potreros. Si pudiera contarte un potrero te contaría el cuento más bello de mi vida.
Cada tarde, cuando el sol ya no era peligroso José de Jesús arreaba los caballos hacia el potrero y allá los soltaba para que corrieran, se revolcaran patas arriba y mordieran el pasto, yaraguá, capín melao, gamelote entre cortaderas, una paja de filo de navaja; chupitas de flores rojas para los colibríes; furuyes, guayabitas con lunares; peludas, uvas moradas y vellosa; moras; juribijures, fruta espinosa de lengua ácida; pepita de San Pedro en la orilla de las quebradas. (Araujo, 1997-A).

Puedo recomendar con los ojos cerrados: Crónicas de caña y muerte (1982), De lo humano y lo divino (1988) y tu Testamento poético (1990). El que desee una buena aproximación a tu labor diversa, busque La neblina y el verbo / Orlando Araujo uno y múltiple (1992), de Earle Herrera.
Este año, 2008, vi un programa que te dedicó José Vicente Rangel desde Televén: lo volví a ver por la noche en retro-transmisión del Canal del Estado… Cuatro años atrás Monte Ávila entregó Compañero de viaje y otros relatos (2004), que agrupa dos libros: además del mencionado, 7 Cuentos (1977). No te puedes quejar… en un país de frágil memoria, donde el petróleo sigue siendo la principal preocupación de sus habitantes, a ti no te han dejado caer en el olvido por completo, como ha sucedido con varias cifras de la cultura. Quien pase por Barinas sabrá del teatro Orlando Araujo y hasta un fondo editorial lleva tu nombre.
Últimamente los capos de la opinión pública recién descubren la violencia que ha estado allí en la vuelta de la esquina: cómo no tienen de fuente a tu libro Venezuela violenta (1968), ponen la cómica…

La violencia en Venezuela no ha concluido. Sus raíces históricas alimentan todavía su follaje profuso. Venezuela sigue siendo un país de minorías explotadoras sobre mayorías explotadas y sigue siendo, dentro de un proceso dinámico de enajenación, un país que no tiene autonomía ni de su vida, ni de su fortuna, ni de su destino. (Cit. por Herrera, 1992: 135).

Cuando el actual Presidente sostiene opinión semejante, las “minorías explotadoras”, encienden los tambores de la guerra y se van de campañas de radio, prensa y televisión, marchas, huelgas, guarimbas, golpes de estado, siembra de paramilitares  e incitación al magnicidio… Olvidan —tal como lo anotó un buen lector tuyo— que veintiún años antes del 27 de febrero de 1989, tú preveías de algún modo, una reacción de la “mayoría explotada”:

Entonces emigra (la población rural) a los centros urbanos, viene en demanda de trabajo y de una vida mejor. Alrededor de esos centros se va formando el conocido cinturón de miseria. Allí se va a encontrar con una industria que no emplea y con unos servicios sobrecargados de ocupación, y como se trata de de una población joven naturalmente ansiosa de una vida menos infeliz, la frustración se va convirtiendo en el cado de cultivo de un estallido que ni Caracas, ni Maracaibo, ni Valencia han sentido en su violenta plenitud todavía, pero cuyos anuncios tienen ya sobresaltadas a aquellas minorías ociosas acostumbradas a disfrutar en paz sus privilegios. (Cit. por Herrera, 1992: 135).

La vaina está buena… El país anda en guerra, con mayor número de caídos el bando de los de ayer vencidos. Los que apoyan el cambio son mayoría. De los viejos, Palomares y Gustavo Pereira, se mantienen en la primera línea del combate. Otros han perdido hasta el modo de caminar y se parecen a los yagrumos…
Esta soledad, no es la mía ni la tuya… ni la del polvo o la creciente, el viento, la nube de perico, tampoco del tordito y más allá el horizonte… ni de río, ni de Ceiba. Es de yagrumo, el árbol que siempre está más retirado de los hombres…
En San Carlos de Austria, a los 13 días de octubre y ocho años del dos mil…

*Publicado en Trapos y Helechos (2010. Nº 22. pp. 89-92). Esta es una variación de aquella versión.

Referencias

Araujo, Orlando. (1977). Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos. Vol. I y II. Caracas: Ediciones “En la raya”.
Araujo, Orlando. (1988-A). Compañero de viaje. Caracas: Contexto-Editores.
Araujo, Orlando. (1988-B). Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monte Ávila Editores.
Araujo, Orlando. (1988-C). De lo humano y lo divino. Barinas: Fundación Cultural Barinas.
Araujo, Orlando. (1985). Viaje a Sandino. Caracas: Ediciones Centauro.
Araujo, Orlando. (1993). Cartas a Sebastián para que no me olvide. Caracas: Ediciones de la Presidencia de la República.
Araujo, Orlando. (1997-A). El niño y el caballo. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Araujo, Orlando. (1997-B). Los viajes de Miguel Vicente Pata Caliente. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Araujo, Orlando. (2004). Compañero de viaje y otros relatos. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Herrera, Earle. (1992). La neblina y el verbo. Orlando Araujo uno y múltiple. Caracas: Universidad Central de Venezuela.
Mannarino, Carmen. (1995). Orlando Araujo: violencia, nostalgia y bohemia. Mérida: Universidad de los Andes.
Pérez Perdomo, Francisco. (1994). Lecturas. Caracas: Academia Nacional de la Historia.
Tapia, José León. (1979). Por aquí pasó Zamora. Caracas: Ediciones Centauro

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