La poesia y los días

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La escritura hija de los días. La que inventa al día, le da sentido y sustento y la que los días crean a su imagen y semejanza. Toda imagen que conmueva, que desordene los sentidos y sea capaz de convocar al desasosiego, al diálogo interior que es justificación de todo autor. La palabra que sobrevive, y en consecuencia, se distingue de la otra endeble, que cae al piso como hojas desmayadas. Posiblemente tendrá cabida otra tentativa: La que no provine de la experiencia personal; sino de la que se hace colectiva, nos elige de morada pero que nosotros no vivimos y llega como un eco de otro tiempo.

Ese será el acento de esta escritura, de allí su virtud y tragedia. No defenderemos ni una ni otra.

Frente a lo cotidiano y su contrario, habita el asombro; en este caso, la palabra que está por escribirse. No fumamos de lo concluido...

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lunes, 23 de enero de 2012

Hoy amanecí con ganas de leer los poemas de Lucía a orilla del río Apure

Lucía Salerno

¿Sabes Lucía? Hoy amanecí con ganas de celebrar a San Fernando. Amanecí con ganas de lavarme la cara con la espuma del río Apure. Leer tus poemas en esa amplia orilla de la soledad mientras juego conmigo a ser dos personas: el que habla y el que oye. Me gustaría conversar una botella de vino italiano, preguntarle por quien yo quiera preguntar. Hoy supe que cayó la casa de mi madre, Lucía, y con ella la centella en las llanuras de mi alma abrumada de soles del atardecer. Lucía, un texto tuyo me reconforta, me da valor. Cuando yo no quiero seguir, y me anclo en el más oscuro anochecer de la tristeza, apelo a tu palabra cortante de trueno: el mundo nos hace daño, nos causa demasiado dolor para que la fe en el poema sea infinita. No soy un hombre de fe: pero creo en tus poemas por la gracia de conmover, conducirme por un laberinto de piedras y rayos, donde pude ver el destello de luna llena más frondoso que conozco. No me hagas caso: tú escribes una cosa y yo digo otra.
Me dijeron algunas garzas, que miré por los lados de Cojedito, mientras soñaba con mi hija Mariana, que el río se disgustó y cambió su curso: cansado de viajar por los alrededores de San Fernando, se metió en su interior y ahora se desplaza por el ala derecha del bulevar: construyeron puentes de madera y los tiene desasosegados. Toninas encantadoras ponen la nota de gozo. ¿Ya regresaron Lucias las aves viajeras? Intento una línea de lo que quedó en mí de las golondrinas alojadas en los aleros de las casas allí en Achaguas. ¿Sabes? A mi no me gustaba y peleaba con mis amigos para que no le interrumpieran su sueño: ―Déjenlas tranquilas que están cansadas y necesitan dormir un poco.
Yo necesito un poco de sueño profundo. De un bálsamo que cierre mis heridas. Que me distancie de los fantasmas, cuchillo en mano en pos de mí.
Este traguito de vino tinto traído de Venecia sabe al San Fernando despreciado por los copleros.
Cuando me acorralaron, uno de esos fantasmas, le dije deme un tiempito de aprenderme un poema de Lucía Salerno y yo lo leí como si fuera un himno de San Juan de La Cruz o de la otra voz, Sor Juana Inés de La Cruz. ¿Sabes Lucía? Un poema de Enriqueta Arvelo sobre el río hace tiempo lo tengo alojado en mi cartera: la abro cuando se me olvida, desdoblo el papel como un billetico y lo devuelvo a su sitio. El abandono y la desolación tienen gesto de rosa. El follaje, el verdor, el agua fresca ¿de dónde vienen? Creo que de un texto tuyo, leído entre sueño, los trajo a mi habitación.
Los fantasmas de mi angustia ahora son mis mejores amigos: Como una ráfaga de viento de centella y trazo de piedra, el desgarramiento los conocemos un poco más.
El vuelo, Lucía. La referencia, la caída. Nosotros venimos de allí: por eso celebro tu entereza diaria  de defender la dignidad de la poesía.
Mi vida ha sido siempre una resistencia silenciosa, una porfía de medio siglo: ¿Qué otra cosa puede ser el poema? Lo aprendo porque tú me ayudas a ver lo que no había visto antes.
Dime Lucía ¿cómo me recompongo de mi doble dolor? Necesito un poema que cierre mis heridas, que me cuente del paradero de mi madre, que me diga dónde está mi amor, que mi madre me espera en la 24 de julio cerca del río.
Ando por las calles de la desolación: Esta mañana vi al poeta Isaías Medina López y le pregunté por ti:
—Debe de estar en San Fernando, me dijo.
―Suba poeta, vámonos para San Fernando a bebernos un traguito…
—Poeta, tengo clase… en la universidad esperan mis alumnos.
¿Hasta cuando el mundo nos descalabra? Los días ya me resultan mal invento, Lucía.
Resisto, la pared de enfrente no me detiene: Como no podré ir a San Fernando a leer los poemas de Lucía Salerno, me pondré la muda de ropa más bonita y acompañado de tus libros, acudiré a Sagitario a palpar sus líneas y comentarlos con mis amigos.
¿Sabes qué pasó?
Una pareja de jovencitas que les intrigó la permanencia de mi mirada dentro de tus textos, me increpó:
―Señor debe ser muy bueno ese libro…
Apenas giré, diciéndole: Sí, ciertamente y deje en el uso de la palabra un poema tuyo.
Ese poema parió flores en tierra estéril: Las muchachas se conmovieron, pidieron mi número de teléfono y asiento en la casa de mi afecto.
¿La caída tendrá algo que decir? ¿El retorno es una manera de caerse? Si uno se levanta y cruza las calles del silencio, la poesía promete y tendrá algo que decir.
 Hay otro detalle: escribes con pudor desde tu condición de mujer: sientes sin trasgredir la vergüenza, sin disfrazarte de otra condición.
Tengo algunos reproches: los elogios se hacen por la espalda, es lo que cabe dentro de la comarca de los amigos: en presencia sólo desacuerdos.
Gracias Lucía por tantas atenciones. ¿Qué será de la vida de Igor Barreto y Alfredo Chacón? Salúdamelos. Hay otro caballero del Samán de Apure: Parece que se alejó de los aconteceres en los bares ¿cómo se llama? ¿Alberto José Pérez? Me han dicho que murió José Vicente Abreu ¿Ud. lo cree? Guardarme un racimo de flores del río: me agrada el morado.
¿Aceptas ir conmigo al pueblo donde nací a ver a mi madre? ¿Quieres conocer a mi abuela que murió a los 103 años de edad? Vamos Lucía a presenciar al río maltrecho más hermoso del mundo: Más lindo que el Támesis, más lindo que el Sena, más lindo que el Éufrates
Vas a reír mucho cuando conozcas a mi tío que vive en Caracas y al verme, después del abrazo, el encargo permanente: —No deje que me entierren aquí…
Es parte de mi herencia Lucía ¿Verdad que no es poca cosa?
―¿Desde cuándo no vas a Achaguas? ¿desde cuándo no cruzas el bulevar de San Fernando?
Me perjudicó la tradición y de tanto adversarla caí en sus trampas.
Amanecí hoy, con las ganas de un traguito de vino, en este lado de la orilla del río más lindo de la poesía de Lucía Salerno.
—¿Para dónde va poeta? Inquiere el bombero.
―Voy para San Fernando a leer los poemas de Lucía Salerno a la orilla del río Apure.
—Pero descanse un poquito y se va más tarde, poeta; no desafíe tanto a la desgracia.
―Mano, échese un trago…
El bombero me dio la clave que abren las puertas de estas líneas: La escritura será en todas las épocas, un acto de desafío a la vida, pero no como manera de vivir, sino como emancipación del ser de todo acoso, de toda atadura; como acto de salvación, porque si la vemos en su crudeza, a lo largo de su extensión, la vida nos funde, nos desaparece.
Si me preguntan por qué escribo, yo contesto para que la vida no me borre, no me secuestre.
En la poesía de Lucía Salerno no encuentro nada distinto a este último parecer.
En cierta manera la poesía es lo que la vida no pueda llevarse, porque tal vez desprecia demasiado. Lo queda, el tropel de imágenes capaz de sobreponerse al tiempo, en la más persiste obstinación: agredir los sentidos desde la mordida de la inocente ternura hasta el filo de la peinilla del odio.

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