La poesia y los días

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La escritura hija de los días. La que inventa al día, le da sentido y sustento y la que los días crean a su imagen y semejanza. Toda imagen que conmueva, que desordene los sentidos y sea capaz de convocar al desasosiego, al diálogo interior que es justificación de todo autor. La palabra que sobrevive, y en consecuencia, se distingue de la otra endeble, que cae al piso como hojas desmayadas. Posiblemente tendrá cabida otra tentativa: La que no provine de la experiencia personal; sino de la que se hace colectiva, nos elige de morada pero que nosotros no vivimos y llega como un eco de otro tiempo.

Ese será el acento de esta escritura, de allí su virtud y tragedia. No defenderemos ni una ni otra.

Frente a lo cotidiano y su contrario, habita el asombro; en este caso, la palabra que está por escribirse. No fumamos de lo concluido...

APUNTES IDEAS EJERCICIOS Y CRÓNICA DEL MÁS LARGO VIAJE DE LA UTOPÍA

domingo, 26 de febrero de 2012

Como si fuera un trato

Los momentos más felices de nosotros dos,
como si fuera un trato,
han sido los días más desgraciados de mi vida

Por esos momentos descubrí
el delirio del dolor

¿Qué palabras son esas?
¿En qué color caben?

Ahora mismo hago cantar
la tarde más íngrima de mi existencia

el dolor prolongando, el más hondo
el que mide la estatura del hombre
conmueve al río de mi infancia
allá dentro

y da paso a la nube de golondrinas
detenida en los aleros

¿Vendrán cansadas?
¿Qué traen para mí?
¿Habrán visto a mi madre por allá de donde vienen?

Y tú allí a mi lado
pidiéndome que me regrese de mi desgracia
que a ese precio es muy cara la escritura

martes, 7 de febrero de 2012

Carta para Mariana, desde el desasosiego, la ternura, la decepción y la esperanza

Mariana
 Mariana:

¿De qué me escondo? No lo sé. Trato de reponerme de lo que jamás creí posible. Estoy obligado hablarte con claridad y aferrado al tono más emocionante que pueda sobreponerse al quien padece la más insólitas de las decepciones. Pudiera decirte que me escondo, de lo que ahora, este mismo momento en que te escribo, se encarga de explicar.
Huyo de mí mismo, siento demasiada vergüenza y no es por mí… jamás hija, bajo ninguna circunstancia, se puede uno distanciar del sentido apropiado de lo digno, bello y justo. Una existencia apartada de la solidaridad, vacía, egoísta, embadurnada de la urgencia del día a día, de lo fácil, de fronteras cerradas al otro, no puede llevar a otra esquina que a la desesperanza y al delito.
Esto lo hablaremos en su momento. Dado los muros que nos separan, apelo a la convocatoria de mantenerte tal como eres, resistente a las tentaciones, sin que el medio impida tu libre desenvolvimiento cuyo fin último no puede ser otro que la más álgida demanda de la vida la justifique un acto de amor.
Esta no es una carta para estos días: me preocupa el porvenir y justo allí cuando la necesites, cuando sea el momento de las definiciones, no faltará quien te hable de estas líneas.
Te escribo de esta manera porque la circunstancia me obliga hacerlo; no quiero embriagarte de mi desolación; al contrario quiero que aprendas a liberarte de toda tragedia, asimiles que antes toda caída, la opción correcta, es levantarse y seguir de pie, con la posibilidad intacta de jamás bajarle la mirada a nadie: enterrada una esperanza, se asume otra; obstaculizado el camino, se continua por otra vía que permita avanzar.
Corresponde entender que la diferencia la hace, y es lo único que puede salvarnos, si colocamos el acento de lo que hacemos en lo humano. Estoy absolutamente convencido, que a esto se accede, por los desafíos de la cultura que a su vez es hija legitima del conocimiento, del saber, de la educación. Esa es la única batalla que no debemos perder.  
Te escribo desde el desasosiego pero también desde la esperanza, pues sé lo que pesa la herencia de la sociedad donde vivimos, así mismo de la voluntad irrefrenable del optimismo, y contra ella, no hay acorazado que valga.
Necesitamos estar más en comunicación. El horror y la irresponsabilidad sin limite nos ronda, quieren despojarnos de nuestra sensibilidad, de la decisión nuestra de sentirnos inmensamente felices cada vez que permanecemos juntos. ¿Y esto por qué si con ello no herimos a nadie? Es normal en una sociedad que ha hecho del amor una mercancía.
Escribo con desprecio por esa manera de ser social y ojala crezcas en otra sociedad distinta a la mía.
Las tres o cuatro veces que nos vimos dentro de los primeros días de enero, dejaron atrás las ausencias prolongadas del año anterior: ¿Cuántas nos vimos? Me sobran dedos de la mano. Debo decirte que no me extrañó tú actitud ni la mía: no me ubicaste dentro de los recién llegados; ni me trataste como alguien que se fue y vuelve, si no como quien está a tu lado día a día. Y es así porque entre los tres —tú, tu hermano y yo— construimos un vínculo que nos hace alegre, arraigado profundamente dentro de nosotros.
Qué conste mi alejamiento y no intromisión en los asuntos privados; yo sencillamente respeté el deseo de quien decretó nuestra distancia por evitarte más incomodidades.
De seguro ese gesto de tu hermano, de apartarse de sus amigos, abandonar repentinamente el juego y sentarse en la acera, a la esperanza de que yo llegue a buscarlo en contra de la negación de todos; en algo ayudó, mantener esa candelita prendida de la que alguien me dijo. 
Yo estoy absolutamente convencido de que existen razones más poderosas que esas; y si no es así, de que el amor no pueda defenderse por si mismo, es mejor que no nazca. Fíjate que se me habla de una candelita que pudiera apagarse; de un interés por delante, de valores de cambio… Si el amor no se siente, no conmueve, no se vale por el mismo, carece de atractivo y en consecuencia es inútil cualquier acto de salvación.  
Te agradezco Mariana, ese gesto tuyo de cortar siete flores amarillas del jardín de aquella Oficina Pública y colocarlas en el bolsillo de mi camisa como un trofeo. ¿Qué mensaje querías trasmitirme con este gesto?
Todavía el rostro de los presentes que presenciaron semejante acto, palpo a mi alrededor, en la estima de quien también sabe agradecer humildemente. Cuando ya estoy sin salida, agobiado de tantas ingratitudes, pues a veces te presiento sin la atención debida, vienes tú a refrescarme lo hermoso que también tiene la vida.
Y esa no fue simple casualidad. Mientras esperábamos en el Hospital por el registro de nacimiento, convertimos ese espacio de espera en un campo de juego: yo delante y tú detrás. Me llevaste hasta una mata de coco que mostrabas con agrado: ¿Te gusta hija? Y me decías que sí… Revisamos la de guayaba, el cactus y la de cambures que completaban el cuadro. En una rama descubrimos un nido de colibrí.
Tú mamá se enfadaba porque tú no hablabas como sueles hacerlo, si no que regresabas al comienzo de las primeras palabras.
El día que me cantaron “cumple años”, mientras cocinaban para mí, uno de mis platos preferidos, y yo jugaba pelota con los morochitos y tú hermano Miguel, tú me agarraste de la mano, conduciéndome al lugar, desde donde me hiciste ver a la luna…
Esta es la Mariana que habla conmigo todas las noche, la que no se despega de mí un solo instante, en la que yo tengo cifrada mis últimas esperanzas: qué el horror, ni los agravios sean capaz de alterar en lo más mínimo, sea capaz de cuidarse ella misma y a su hermano.
La que también entra a mi habitación a distraer mi desgracia de hombre solo contra el mundo…
La que no permite que la tristeza me queme.
La que me dice padre con la solemnidad de una fiesta.

P.D.: Hija anoche soñé contigo continuamente. Hace demasiado frío. Definitivamente pertenezco al recinto donde he vivido. Conversé varias tasas de te a la inglesa. Con un amago, como de lluvia, no pude evitar la tristeza. Estoy triste por ti y por mí. Ahora tengo mejor conciencia que no estás dentro de un lecho de rosas. Ya no formas partes de la que debió ser permanente prioridad… Entretiene a Miguel, tú sabes como…
Hoy veré a la luna; cuando se esconda, cortaré flores para la niña que cruce primero mi camino. Conmigo, Mariana, anda una matica de coco que adorna la cabecera de mi cama.
Te cuento que dejé sobre la cómoda del hotel, las sietes flores que me regalaste; cuando regresé a la habitación, la desolación que invadió mi cara persuadió a la camarera de la única opción posible: reponerlas en su sitio…
Todos los días las cuento una por una, con su nombre correspondiente: Joa, Ana, Sofi, Lucy, Paula, Carmen y mi abuela Rafaela con su rostro de flor.
Hoy me escribió Eddita: hablé con tu hija Marina; es odiosa como Anita y como tú… Recibí también correo de Ana: “No me dijiste nada de tu viaje, ¿dónde andas papá?”... No le vayas a decir, Mariana, que el amanecer me sorprenderá en Ginebra…
De seguro, en el próximo tren, pasaremos —tú y yo— de los países nórdicos a Francia y a Italia…
Quiero que sepas que tengo bien guardado el dinero que me dejó mi madre para que te llevara a Europa cuando cumplas los 15 años. En eso ando trazando la ruta de una vez.
Perdí el avión porque entré a una tienda de libros en Madrid y las horas desaparecieron de mis sentidos. Lucy tiernamente se enojó conmigo. No te dejes ver con Maritza. Aura casi todos los días te ve y me describes cómo andas. Molesta a Eddita cuando quieras, esa es la casa que tu hermano llama de los juguetes. Joa se recupera de una intervención.
Esta noche estoy invitado a un concierto de guitarra clásica. Iré con Paula. Acaricio la posibilidad de presenciar el fútbol ingles. Ya compré cuatro camisetas que repartiré entre Ernesto, Diego, Carlos y José Ricardo.
Tu hermano me habló de dos linternas que un miserable le niega… Le envío una docena de modelos distintos con un paisano que aquí tropecé. Lleva además tres zarcillos de oro para ti, una pulsera para la Joa y un collar espectacular para Ana.
Encontré una colección de poemas de Góngora. Los leo con devoción. Te compré tu primer libro, vidita.
Sin embargo, no soy feliz porque tú no estás conmigo. ¿Aceptas que te diga que te amo?
Para nada me extrañas que vengas a mi encuentro de un momento a otro…