La poesia y los días

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La escritura hija de los días. La que inventa al día, le da sentido y sustento y la que los días crean a su imagen y semejanza. Toda imagen que conmueva, que desordene los sentidos y sea capaz de convocar al desasosiego, al diálogo interior que es justificación de todo autor. La palabra que sobrevive, y en consecuencia, se distingue de la otra endeble, que cae al piso como hojas desmayadas. Posiblemente tendrá cabida otra tentativa: La que no provine de la experiencia personal; sino de la que se hace colectiva, nos elige de morada pero que nosotros no vivimos y llega como un eco de otro tiempo.

Ese será el acento de esta escritura, de allí su virtud y tragedia. No defenderemos ni una ni otra.

Frente a lo cotidiano y su contrario, habita el asombro; en este caso, la palabra que está por escribirse. No fumamos de lo concluido...

APUNTES IDEAS EJERCICIOS Y CRÓNICA DEL MÁS LARGO VIAJE DE LA UTOPÍA

sábado, 30 de junio de 2012

La confesión a Manuelita: No sé escribir *

ara nosotros el nombre de Bolívar está asociado a la lidia por lo “grande y lo hermoso”, tal como él se lo confesó en carta célebre al hombre más extraordinario del mundo: “Ud. formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso”. Lector de Homero, del Quijote ―el hombre como debiera ser― y de grandes autores de su tiempo y de la antigüedad; así lo atestiguan por lo menos dos de sus cartas: la fechada en Arequipa el 20 de mayo de 1825, dirigida al general F. de P. Santander y la de 1828, enviada a su amigo Tomás Cipriano Mosquera. En labor admirable, Briceño Perozo, recrea la presencia de los antiguos clásicos en Reminiscencias griegas y latinas en las obras del Libertador (1992). Y la mayoría absoluta de sus biógrafos, en esfuerzo análogo, se han ocupado de la incidencia de los autores franceses de la enciclopedia de fines del siglo XVIII. Perú de Lacroix y Pérez Vila proporcionan listas de autores y textos del agrado del Libertador. Lector siempre, como apasionado escritor, fundador y colaborador de periódicos, autor de un poema en prosa, “historiador del porvenir” y de una semblanza acerca de su admirado general Sucre, el “Abel de Colombia”; es la estación final donde aspiramos desembarcar y lo que se pretende comprobar en este ensayo, después de contrastar las opiniones de sus exégetas bolivarianos y antibolivarianos.
Un primer espoleo lo recibimos de Blanco-Fombona:

Lo seduce asimismo la hermosura literaria, y sabe producirla… Comprende y aun se complace con la marchita majestad de pretéritas civilizaciones… Se entusiasma al visitar los viejos monumentos del antiguo Perú, y en presencia de las ruinas incaicas, en medio del ríspido paisaje de los Andes, escribe: El Perú es original en los fastos de los hombres. (1999: XLIV).

Esta sensibilidad por la “hermosura literaria” la revela su parte de “novedades” a Santander de 1823: encontrándose en el Perú, al enumerar sus preferencias personales, asoma el gusto por el arte dramático, de modo poco complaciente y como quien conoce el asunto: “los hombres me estiman y las damas me quieren. La mesa es excelente, el teatro regular; muy adornado de lindos ojos y un porte hechicero…”
Hay algo más allá de esa sensibilidad que doblemente se manifiesta: como crítica y como ejecución. Pero antes de avanzar es menester pasearse por dos comentarios, de dos de sus estudiosos, que han atrapado nuestra atención: por un lado, tenemos el criterio del insigne docente e historiador Pérez Vila:

Simón Bolívar aparece en la Historia, ante todo, como un admirable espécimen de hombre de acción: militar y organizador genial; político ducho y certero; estadista de amplia visión; creador de naciones; auspiciador de altísimas normas de convivencia internacional. Mas todas estas facetas de su armónica personalidad hundían sus raíces en las condiciones de pensador, de estudioso, que adornaban su espíritu. La acción de Bolívar, encaminada en primer término a conquistar y asegurar la independencia de la América del Sur, y en segundo lugar a la organización de las nuevas naciones, reposaba sobre un conjunto de ideas, fruto de acendrada meditación, que le daban continuidad y sentido a su tarea libertadora y le imprimían a sus actos un sello inconfundible. El secreto de su éxito reside principalmente, a más de su fe inquebrantable en la causa que había abrazado y de la acerada voluntad que puso a su servicio, en la adecuación casi perfecta que siempre existió en él entre pensamiento y acción. No fue Bolívar, ciertamente, uno de aquellos visionarios forjadores de “repúblicas aéreas” a quienes con tanta vehemencia fustigó desde los comienzos de su vida pública. Por el contrario, y excepto ante los contados obstáculos que su voluntad no logró superar o doblegar, su ideario fue siempre el motor de sus actos, sin que por ello dejase nunca de tener abiertos ojos y mente ante los cambiantes aspectos de las circunstancias que le rodeaban. Analizó, así, la realidad americana de su tiempo, estudió la historia y escrutó el futuro previsible, en busca siempre de normas que pudieran servir de guía a su acción. (SBV, v. I, 1997: 293).

Por otro lado, la voz disidente de Arciniegas, poco diáfana:

(…) sorprendía que el caudillo criollo de la guerra fuera un hombre de lecturas y de tal ingenio literario que se ha llegado al extremo de colocarlo como al mejor entre los escritores de su tiempo. En todo caso, era revelación, y sorpresa encontrar embajadores como Torres, Zea, Andrés Bello, Fernández Madrid, y guerreros como Simón Bolívar. Con ellos la revolución americana se presentaba como la insurgencia de una clase culta apasionada por la libertad. Hablaban un lenguaje que podía oírse con gusto en los mejores salones del mundo occidental. (1984: 125).

¿Dónde está la verdad, entonces? ¿Era solamente un militar, un hombre de acción o como asevera Acosta Saignes, “un intelectual combatiente, amparado, en medio de fusiles y cañones, por libros, papeles e imprentas viajeras… cuyo ejemplo obliga a los intelectuales a ser permanentes combatientes por la libertad”? (2002: 158).
Sospechamos que hay algo más en sus “palos de ciego” y en su escritura en general.
Uno de nuestros ensayistas sobresalientes, don Picón Salas, en un esfuerzo por concentrar ―o más bien a través de un accionar de tejer y destejer― la amplia dimensión del Bolívar escritor, puntualizó:

Armas y letras se identifican en la acción de Bolívar. El hombre que escribió más de tres mil cartas conocidas y cerca de doscientas proclamas y discursos; el sociólogo de la Carta de Jamaica y del Manifiesto de Cartagena, el legislador de Angostura, el autor de la Constitución de Bolivia, el crítico literario del poema de Olmedo, el de las frescas epístolas de amor a Manuelita Sáenz, preside, concierta y dirige lo que en aquellos años de acción y de guerra se puede llamar la “inteligencia” venezolana. (1984: 57-58).

Con Bolívar ―sostiene Blanco-Fombona― se realiza la revolución de independencia en las letras castellanas o, para no salir de casa, en las letras americanas. El idioma… asumió en la pluma del Libertador, desde el principio, actitudes nuevas, obtuvo sonoridades inauditas[1]. Las imágenes salen a borbotones en su naturaleza de poeta[2]. De un vuelo de frase inmortalizaba a un hombre; de un tajo de su palabra hendía a un déspota. No parecían sus discursos collares de rosas sino haces de ráfagas. (Martí citado por Blanco-Fombona, 1978: XXXV).
Úslar, en su reconocimiento de este Bolívar y con su vehemencia de siempre, se encargó de explicarnos los alcances de la expresión de Blanco-Fombona: “Tiene los nervios de un potro fino la prosa de Bolívar”. Examinó la manera de la época ―la moda literaria― y lo comparó con sus contemporáneos para captar la singularidad de su escritura ―un adelantado, donde la palabra es la gran ventana abierta de lo que se siente y se piensa, un homenaje a la claridad, a la transparencia…― ¿qué otro juicio induce Úslar en este corto trazado, digno de evocarse?:

Su gusto literario se había formado en el neoclasicismo. Cuando con tanta donosura hace la crítica del poema de Olmedo, cita sin vacilaciones a Horacio, a Boileau y a Pope.
Pero cuando se pone a escribir se olvida de esa preceptiva tiesa y artificial, y no guarda de ella sino la invitación a la claridad.
Su prosa tiene un vigor, una flexibilidad, un ritmo vital, que no se encuentra en ningún prosista castellano de su tiempo. (Úslar Pietri, s.f.: 12).

En este filtrado de la prosa de Bolívar, Úslar recoge además en el tamiz de su inventario, los méritos, la eficacia, lo novedoso y las fortalezas del aquel modo de expresarse: en primer lugar, la capacidad extraordinaria de comunicación: “excepcional don de expresión” y “don anticipado de la poesía” que iluminará el cielo de los libros, los diarios y las revistas de la Venezuela posterior a 1830: “Puede Bolívar tomarse por el primer prosista hispanoamericano de su hora” y a renglón seguido cierra todos los espacios posibles a la incertidumbre:

Es toda una nueva sensibilidad y un nuevo sentido lo que se revela por contraste en la prosa bolivariana tan directa, tan viva…
Esa fuerza que trae el sentimiento a la palabra y la levanta en algo más que sustancia, ese don de la poesía, que apenas se vislumbra en los espesos párrafos de la época, arde en Bolívar con una agilidad de llama… (Úslar Pietri, s.f.: 13).

En este mismo destejido de su prosa, Úslar encuentra que letra, ser y acciones tienen las energías, los nervios de una cabalgadura adolescente que retoza y vibra de emoción profunda y de angustia que se asoman, no con la frialdad de la frase académica, almidonada, incapaz de rebasar las fronteras del idioma convertido en reglamentos y normas, sino con la espontaneidad y la cuenca contagiante del relámpago todo emoción que trastoca el universo a su paso, despojándose de la costura de la literatura para darle paso al hombre carne adentro, tal como es, mediante el cultivo de una “frase directa, enérgica y contrastada”.

Nunca está haciendo frases… y no saben a literatura. Saben a hombre verdadero. Es confesión. Él está en lo que dice, por encima de retóricas y de reglas, y aun con esas incorrecciones que asustan a los que no saben del idioma sino la gramática.

Por eso, parodiando a Whitman afirmamos: quien lee a Bolívar toca a un hombre, un  hombre en todo su esplendor, en toda su magnitud de hombre.
            Cierra Úslar el inventario, resaltando el cuidado que mantuvo y alimentó Bolívar al pronunciar palabras o escribir algo sobre cualquier tema interno o externo a la condición humana. Le preocupaba muchísimo la no correspondencia entre forma y contenido: A todas las cosas ―decía Bolívar como un maestro de la preceptiva estética― se le deben dar las formas que corresponden a su propia estructura. La ejecución de esta prédica, de este convencimiento, por parte de un “escritor no profesional”, seduce a Úslar de tal modo, que no vacila en contabilizarlo como otro de los aciertos, de los milagros que encuentra en la prosa de Bolívar:

Y por eso, al cambiar de tono, cambia de forma su prosa. Cuando ya no es la arenga fulgurante, o el análisis político, sino la triste memoria de las cosas pasadas, sabe escribirle a su tío Esteban Palacios aquella elegíaca carta de Cuzco…
El discípulo de los neoclásicos se expresa como un romántico. Como un hombre de pasión, de poesía y de sentimiento. (Úslar Pietri, s.f.: 14).

Lo que Úslar titula Las mejores páginas de Simón Bolívar es sencillamente la compilación de nueve piezas, de las cuales cinco son de naturaleza epistolar, y las cuatro restantes vinculadas al tono oratorio, persuasivo, de exhortación: “Manifiesto de Cartagena” (15 de diciembre de 1812); “Carta de Jamaica” (6 de septiembre del 1815); “Carta a Juan Martín de Pueyrredón” (12 de junio de 1818); “Discurso pronunciado por el Libertador ante el Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819, día de su Instalación”; “Carta a Esteban Palacios” (10 de julio de 1825); “Invitación para el Congreso de Panamá”; “Carta al General Santander” (21 de febrero de 1826); “Carta al General Páez” (6 de marzo de 1826) y “Mensaje al Congreso Constituyente de la República de Colombia en 1830” (enero 20).
Una selección más amplía, la brinda Blanco-Fombona en su libro: Simón Bolívar, Escritos políticos (1999), donde incluye 46 títulos que inicia con el “Juramento del Monte Aventino”[3] y cierra con la “Carta al General Rafael Urdaneta, del 16 de octubre de 1830”. El profesor Rivas, en su investigación “Hacia el estudio de Bolívar escritor: una bibliografía”, con fecha de 1983, registra entre páginas escogidas y las llamadas obras completas, 21 entradas. Cualquiera de estas selecciones nos empuja de modo irremediable hacia el desenlace presentado por Paredes:

Las letras fueron en Bolívar la otra forma de su acción.
Por haberlo sido, resultaron tan caudalosas. Están integradas… por cartas de todas clases, particulares y oficiales; por proclamas innumerables; por arengas; por decretos; por magníficos discursos; por mensajes diversos; por algunos manifiestos; por unos pocos artículos de prensa. Y, como cosa de excepción, por un poema. (1984: 14).

El profesor Rivas considera que la obra de Bolívar participa de varios estamentos de la literatura:

(…) podríamos clasificar su obra dentro de diversos géneros: el ensayístico, en el que encontramos tal vez lo más medular de su pensamiento si incluimos aquí sus Manifiestos de Cartagena y Carúpano, La Carta de Jamaica y el Discurso de Angostura; el epistolar, el más copioso, por ser el único medio de comunicación de la época para transmitir noticias, órdenes, sentimientos, ideas y opiniones, aquí abundan las cartas políticas, amistosas, amorosas o familiares; el periodístico, que abarca los artículos para la prensa (casi todos firmados con seudónimo), sus atinados comentarios sobre la importancia de la prensa escrita en el proceso revolucionario y sus orientaciones sobre el estilo en ese tipo de publicaciones; el poético, muy bien representado por el poema en prosa “Mi delirio sobre el Chimborazo”, y por algunos versos sueltos, uno de los cuales fue incluido en la letra del Himno del estado Mérida; la oratoria, “escritura para ser oída”; aquí tenemos sus arengas militares y políticas y sus Mensajes a los Congresos. (Rivas, 1983: 71-72). 

Con base en las selecciones de Úslar y de Blanco-Fombona, podemos hablar en su caso del “escritor político”, una especie no muy abundante en nuestro país. Este creador lo representa, “su obra maestra”, el “Discurso de Angustura” que “además de discurso, es una especie de poema en prosa. Tiene, en todo caso, temperatura lírica… es ensayo. Ensayo político. El más hondo, el más armonioso, el más esbelto, el más trascendente de todos los ensayos del Libertador”[4]. La apología a esta pieza oratoria y al mismo tiempo reconocimiento al hacedor de documentos políticos, bien lo recoge un expresidente de Venezuela, el Dr. Caldera, autor de una magnífica biografía de don Andrés Bello, con estas palabras: 

Si el Discurso de Angostura constituye uno de los más valiosos documentos ideológicos producidos en América Latina, es, al mismo tiempo, una de las síntesis descriptivas más precisas del sustrato social sobre el cual habrían de edificarse los nuevos Estados. Es una lección de filosofía política, a través de la cual se analizan los distintos sistemas de gobierno y se evalúan los elementos de experiencias históricas que condujeron a variados resultados. Es una apología de la persona humana, de su dignidad, de la virtud como base de la felicidad social y del orden creador. Es una crítica valiente y sincera de errores que para ese momento contaban con partidarios fanáticos en los rangos más influyentes en la conducción del país, es la expresión de irrefrenable optimismo de quien sabía llegado el momento culminante de la gesta de la liberación y presentía emocionado el gran papel que habrían de jugar en el mundo las nuevas naciones, asociadas indisolublemente a su nombre. Con él presenta un proyecto de Constitución, equilibrado, ambicioso e imaginativo, como necesariamente tenía que serlo al proponer estructuras nuevas para nuevas instituciones políticas.
(…) en ningún otro momento histórico ha sido proyectada una síntesis integral más acabada de la filosofía política latinoamericana. (Caldera, 1994: 65-66).  

En un ámbito más generalizado, podemos sostener que a este Bolívar, autor de extraordinarios documentos políticos que después de casi doscientos años de existencia siguen leyéndose y discutiéndose con interés vivo, bien sea de la academia o de la política, lo refrenda esta apreciación del poeta Beltrán Guerrero, en donde se condensan algunos de sus logros o “milagros”:

Escritor, por no profesional más excelso todavía, sus pares apenas César y Napoleón. En sus proclamas, magnético, electrizante arrastre; el juicio se sobrepone a la sensibilidad e imaginación en el legislador, sociólogo y futurólogo de los proyectos constitucionales, el Manifiesto de Cartagena y la Carta de Jamaica. (Guerrero, 1985: 27).

Precisamente esta, “La Carta de Jamaica”, afianza la latitud del escritor político, al igual que su manifiesto explicativo de la guerra a muerte a las naciones del mundo, no incluido ―este último― en la selección ya citada de sus “mejores páginas”, pero que “leído, es imposible no recordarlo” en el decir de Arciniegas
Beltrán Guerrero le acuñó lo de “historiador del porvenir”: ¿en qué otro estribo podemos apoyarnos después de la lectura de la “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla”; “la más célebre de sus cartas”? Hay infinidad de valoraciones de este Documento, en su mayoría repetitivos. En esta ocasión nos basta con dos de las ponderaciones formuladas por el narrador, ensayista y poeta colombiano, Ospina: “Además del cuadro geográfico y humano que traza, Bolívar muestra en estas páginas su talento como político, su conocimiento de la Europa de su tiempo, su habilidad como estratega”[5], para luego centrar su atención en el reconocimiento del mérito mayor de este folio clásico de la política americana: a eso apuntaba ―dice el ensayista colombiano―, desde una época en que ni la etnología ni la antropología habían dado a las culturas su vindicación y su justificación, el ideario de gran hombre de acción y gran soñador de futuros que fue el Libertador Bolívar[6]. Y en efecto, en este documento se examina la composición del barro con que moldearon al ser hispanoamericano: “…más nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles…” Defensa, sin cortapisas, de nuestro mestizaje, nuestra particularidad: no somos puros.
El otro Documento en referencia es el “Manifiesto a las naciones del mundo sobre la guerra a muerte”. Sobre el particular, el escritor colombiano Arciniegas, quien no vio en la personalidad de Bolívar sino al “guerrero del siglo. Esa fue toda su gloria”, señala que en este Documento “hay párrafos que son de antología de la violencia. Se grababa en la memoria de la gente, y aún hoy se recuerdan. Leídos, es imposible no recordarlos”. (Arciniegas, 1984: 217).

Partidas de bandidos salen a ejecutar la ruina. El hierro mata a los que respiran; el fuego devora los edificios y lo que resiste el hierro. En los caminos se ven tendidos juntos los de ambos sexos; las ciudades exhalan la corrupción de los insepultos. Se observa en todos el progreso del dolor en sus ojos arrancados, en sus cuerpos lacerados, en los que han sido arrastrados a la cola de los caballos. (Blanco-Fombona, 1999: 43).

No resistimos la tentación del “examen” que Arciniegas presenta de este Bolívar escritor, porque precisamente él desconfía de los quehaceres del caraqueño más allá de la órbita del guerrero:

Hay un momento en que la guerra se hace lo mismo en el campo de batalla que en los papeles. La literatura era un arma igual a la lanza o el fusil. Bolívar levantaba con las proclamas el nivel de las victorias, convertía las derrotas en estímulos para lanzarse a la revancha, y su pintura de los tigres españoles conmovía a los americanos, les inflamaba el ansia de venganza. Además, llevaba al otro lado del Atlántico la noticia de unos europeos que superaban en barbarie a los aborígenes de América. (Arciniegas, 1984: 217).

No hay dudas… sí, escritor político: sujeto a los imperativos de la guerra, la defensa y la propaganda de su acción, sus temas puntuales casi obsesivos, la independencia de su patria, de Colombia tal como la concebía, y la unidad y convivencia de las antiguas colonias españolas, dentro de un todo que garantizara su invulnerabilidad y coadyuvara en el equilibrio del mundo… —repetimos junto al político—, el otro —no reconocido por Arciniegas— que escribe bajo la orientación de sus “palos de ciego”, del que nos da parte Beltrán Guerrero:

Creador del poema en prosa en Venezuela con su Delirio sobre el Chimborazo, que roza el firmamento romántico antes del romanticismo escolar, creando una tradición que continuará Baralt con El Árbol del Buen Pastor, y los Romero-García, Domínici y tantos del modernismo hasta Ramos Sucre, quintaesencia de símbolo. (pág. 27).
(…) fundador, sin proponérselo, de nuestra crítica literaria: …sus “Palos de Ciego” a Olmedo con motivos del Canto a Junín; y las correcciones a Fernández Madrid, nos dicen que había asimilado a Horacio y Boileau… (pág. 27).
Biógrafo de Sucre e historiador del porvenir… el género epistolar le debe ―con haberse perdido gran parte de su correspondencia― obras maestras… El tono íntimo, la ternura evocadora, el acento elegíaco, el decir familiar de no buscada elegancia, hacen que ellas rivalicen con las de Madame Sevigné.

Por tanto, para Beltrán Guerrero la conclusión es categórica y concurrente con la de Blanco-Fombona y la de Úslar Pietri, nuestro premio Príncipe de Asturias (1990): rompió las cadenas no sólo del coloniaje político, sino también del vasallaje literario, palpando en su prosa el rasgo que diferencia al escritor del que no lo es: Hombre y estilo son del Libertador y sólo de él…
Genio de las armas y de las letras. Gran escritor siempre, hablado, escrito, en coloquio, en transporte dionisíaco o en apolínea reflexión. (Guerrero, 1985: 28).
A pesar de la reticencia de algunos, “Mi delirio sobre el Chimborazo” ―fantasía poética en el concepto de Mijares (1987: 430)―, el poema logró su propio espacio: Marius Andre lo conceptúa de “singular” Delirio… “quizás demasiado romántico, pero que no lo era cuando fue escrito”[7], y uno de los críticos e investigadores más serios de nuestra literatura, pertenecientes al brote de los sesenta, el ensayista y poeta Cardozo, lo contiene en su Antología de la poesía venezolana escrita en la guerra de independencia (1994), mientras que el académico Paredes, en su ensayo Bolívar escritor (1984), lo trata como la obra “más reveladora de la condición literaria ―intelectual y estética― del Padre de la Patria”.
El poema está dividido en dos partes y en el entender de Paredes es un diálogo ―rápido, certero y relampagueante― de naturaleza filosófico-moral entre El Libertador y el Tiempo que se le aparece “bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades”, en la cima de El Chimborazo, enmarcada la insólita cita por el Delirio:

El Chimborazo es la ingente obra a que, paso ante paso, sube el Libertador en veinte años de lucha. El libertador es el hombre, prócer o no, que se realiza a plenitud. El Delirio es la gloria que remata tamaña plenitud. Y el Tiempo, la relatividad de la una y de la otra. (Paredes, 1984: 59).

Sin embargo, en nuestro criterio, la mayor revelación del Bolívar poeta, la encontramos en la prosa de sus Discursos y de sus cartas: en la que le envía a su querido tío Esteban; Blanco-Fombona encuentra un fresco pradito cubierto de verde césped; y entre el césped, aquí y allá, algunas inmaculadas corolas de nieve.
Ese pradito alude a un Bolívar poco conocido, eclipsado por el militar, con tiempo también para remontarse hasta los días de la infancia, el hogar paterno, el recuerdo de la madre y de los hermanos.
Aquel hombre que por lo general está en medio de un laberinto, enfrentado a dificultades de todo tipo, tiempo tiene para comunicarse con la familia y de ocuparse de asuntos propios de los practicantes del más inocente de todos los oficios:

Con cuánto gozo ha resucitado usted para mí. ¡Ayer supe que vivía usted y que vivía en nuestra querida patria! ¡Cuántos recuerdos se han aglomerado un instante en mi mente! Mi madre, mi buena madre, tan parecida a usted, resucitó de la tumba, se ofreció a mí en imagen; mi más tierna infancia, mi confirmación y mi padrino se reunieron en un punto para decirme que usted era mi segundo padre… Todo lo que tengo de humano se removió ayer en mí. Llamo humano lo que está más en la Naturaleza, lo que está más cerca de las primitivas impresiones. Usted, mi querido tío, me ha dado la más pura satisfacción con haberse vuelto a sus hogares, a su familia, a su sobrino y a su patria.
Usted dejó una dilatada y hermosa familia: ella ha sido segada por una hoz sanguinaria. Usted dejó una patria naciente que desenvolvía los primeros gérmenes de la civilización, los primeros elementos de la sociedad; usted lo encuentra todo en escombros, todo en memorias.
Los vivientes han desaparecido. Las obras de los hombres, las casas de Dios y hasta los campos, han sentido el estrago formidable del estremecimiento de la Naturaleza.
Usted se preguntará a sí mismo: “¿Dónde están mis padres, dónde mi sobrino?” Los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas: los más desgraciados han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos, después de haberlos regado con su sangre.  ¡Por el solo delito de haber amado la Justicia!...
¿Dónde está Caracas?, se preguntará usted. Caracas no existe. Pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, ha quedado resplandeciente de libertad; y está cubierta de la gloria del martirio. (Blanco-Fombona, 1999: XLVII).

Junto a la expresión de los afectos, “el patriotismo chico de la mártir ciudad nativa”; personalísima rendición de cuentas de la justa empresa cuya dirección comandaba. Esta carta de Bolívar ha sido llamada “Elegía del Cuzco”. Úslar Pietri la tuvo como una de las mejores piezas que salieron de su numen. ¿Habrá otra carta de un ahijado al padrino tan cargada de emoción, poesía y sinceridad como esta?
Confesamos que al recorrer línea a línea esta carta, nos vienen a la memoria, dos trozos singulares de la gran literatura latinoamericana:

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de lo que haría, pues ella estaba por morirse. Y yo en un plan de prometerlo todo.
(…) Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver… (Rulfo, 2003: 65-66).

El otro trozo —ya lo hemos citado— corresponde al autor de El Túnel[8]. Con gracia y saber, Sábato ponderó que la patria no era sino la infancia… ¿y por que no esa memoria perdida del hijo de Pedro Páramo?
En otra de sus cartas que le envía a Manuelita se balancea el tono conversacional adueñado de cierta poesía de los años 60 del siglo XX: Tú quieres verme, siquiera con los ojos. Yo… quiero verte y reverte y tocarte y sentirte y saborearte y unirte a mí por todos los contactos… aprende a amar y no te vayas ni aun con Dios mismo. (Hagen, 1982: 167-168).
A aquel hombre que a juicio de un escritor del siglo XX de nuestra Academia de la Lengua debía “reconocérsele… haber prestado a cada idea la gracia fresca de su palabra exacta, de su recio estilo, de su prosa diáfana, iluminada y vertical”[9], siente que no sabe escribir en el momento de atrapar las voces del abismo de las interioridades humanas y traducirlas en palabras que lleguen, en palabras capaces de perturbar la emoción y transmitir a plenitud la geografía y los sucesos de lo que el emisor siente: ¿qué poeta genuino no ha pasado por este trance?
La hermosura de su prosa, la soltura del trazo, la escritura abierta hacia la claridad como en un himno, apresurada de abarcarlo todo y querer decirlo todo en un vuelo, la encontramos en esta carta hermosa, para la hermosa Manuela, de tantos servicios rendidos a la Patria, escamoteados por los mezquinos que han escrito la historia de Venezuela:

Mi encantadora Manuela:
Tu carta del 12 de septiembre me ha encantado: todo es amor en ti. Yo también me ocupo de esta ardiente fiebre que nos devora como a dos niños. Yo, viejo, sufro el mal que ya debía haber olvidado. Tú sola me tienes en este estado. Tú me pides que te diga que no quiero a nadie. ¡Oh, no! A nadie amo; a nadie amaré. El altar que tú habitas no será profanado por otro ídolo ni otra imagen, aunque fuera la de Dios mismo. Tú me has hecho idólatra de la humanidad hermosa, de Manuela. Créeme: te amo y te amaré sola y no más. ¡No te mates! Vive para mí y para ti: vive para que consueles a los infelices y a tu amante, que suspira por verte. Estoy tan cansado del viaje y de todas las quejas de tu tierra que no tengo tiempo para escribirte con letras chiquiticas y cartas grandotas como tú quieres. Pero en recompensa, si no rezo, estoy todo el día y la noche entera haciendo meditaciones eternas sobre tus gracias y sobre lo que te amo, sobre mi vuelta y lo que harás y lo que haré cuando nos veamos otra vez. No puedo más con la mano. No sé escribir. (Hagen, 1982: 182).

Este hombre que “no sabe escribir”, cuando lo hace, no sólo pinta los pensamientos: deja el alma en el papel, así como se lo dijo al hombre más extraordinario del mundo.
En carta para Mosquera, de 1824, casi le envidia el que viva “cantando los versos de Horacio en medio de la inocencia del campo y de la naturaleza”. Solo nos queda, otorgarle la razón a uno de sus biógrafos del siglo XX: “escribió de lo más bien; que supo, mediante sus escritos, llegar hasta el corazón de las gentes”[10]; sin olvidar que algunas veces, su prosa, “es de homérica y divina facilidad”, como lo expresó Felipe Larrazábal en el antepenúltimo de los siglos transcurridos[11]. En la carta que le escribe a Olmedo, a propósito de La batalla de Junín, mueve a su discreción los personajes de Homero: “usted se hace dueño de todos los personajes: de mí forma un Júpiter; de Sucre un Marte; de La Mar un Agamenón y un Menelao; de Córdoba un Aquiles; de Necochea un Patroclo y un Ayax; de Millar un Diomedes, y de Lara un Ulises”. (Paredes, 1984: 38).
En la estimación de Belaúnde, es el primero de nuestros escritores románticos[12]. O simplemente “la graciosa y aguda palabra con que iluminaba la compleja realidad que siempre le rodeó”, como lo dijo Picón Salas, añadiendo que la palabra de Bolívar era más eficaz que su propia espada. (En Busaniche, 1995: 7).
¿Quién se atreve a desmentirlo?
La esperanza representa esa palabra para la mayoría; otros, sintiéndose fuera del alcance de esa espada, la consideran una amenaza… Valen más sus intereses… Son la minoría…
Es que una región, un país, un continente, prefiere llamarse Simón Bolívar.


Referencias Bibliográficas
Acosta Saignes, Miguel. (2002). Dialéctica del Libertador. Caracas: UCV.
Arciniegas, Germán. (1984). Bolívar y la revolución. Bogotá: Editorial Planeta.
Belaúnde, Víctor Andrés. (1974). Bolívar y el pensamiento político de la revolución hispanoamericana. Caracas: Ediciones de la Presidencia de la República.
Busaniche, José Luís. (1995). Bolívar visto por sus contemporáneos. México: FCE.
Blanco-Fombona, Rufino. (1978). Simón Bolívar: Discursos y proclamas. Caracas: El Cid Editor.
Blanco-Fombona, Rufino. (1999). Escritos políticos. México: Editorial Porrúa.
Caldera, Rafael. (1994). Bolívar siempre. Caracas: MAE.
Cardozo, Lubio. (1994). Antología de la poesía venezolana escrita en la guerra de independencia. Mérida: ULA.
Fragachán, Félix R. (1954). Simón Bolívar, síntesis panorámica de la vida del grande hombre. Caracas: Tipografía Americana.
Guerrero, Luís Beltrán. (1985). Región y Patria. Caracas: Fundación de Promoción Cultural de Venezuela.
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*Publicado en Revista Nacional de Cultura Nº 338, T. I., 2011. (pp. 115-131). Fragmento del Cap.: El hombre de pasión, de poesía y de sentimiento / Los alrededores del escritor Simón Bolívar, de un libro en construcción.
[1] 1978: XXVI.
[2] 1978: XXVI.
[3] En cuanto a la versión que hoy se conoce de este “Juramento” recomendamos el excelente texto de Gustavo Pereira, El Juramento de Monte Sacro (S. f. Ed.). Compartimos las observaciones allí formuladas:

El juramento, tal como ha llegado hasta nosotros, es la muestra, sin duda aumentada y corregida, de cierta ampulosa oratoria más próxima a la parodia que a la exaltación.
Si algo caracterizó a Bolívar, aun en sus años mozos, fue la ausencia, en su lenguaje, de toda afectación. Dado sin duda a la elocuencia, y por ello no pocas veces a la efusividad y al énfasis, uno de los signos que hicieron posible la trascendencia de su pensamiento fue justamente su discurso sin ampulosidades, ajeno a la retórica y al tono declamatorio, más cerca de la carne que de la letra, y sin embargo de una vigencia que aún asombra, por atrevido y deslumbrante. (p. 39).

[4] Paredes, 1984: 51.
[5] Ospina, 2006: 156.
[6] Ospina, 2006: 164.
[7] En Fragachán, 1958: 70.
[8] (…) la patria no es sino la infancia, algunos rostros, algunos recuerdos de la adolescencia, un árbol o un barrio, una insignificante calle, un viejo tango en un organito, el silbato de una locomotora de manisero en una tarde de invierno, el olor (el recuerdo del olor) de nuestro viejo motor en el molino, un juego de rescate… (Sábato, 1976: 32).
[9] Salcedo-Bastardo, 1972: 126.
[10] Paredes, 1984: 45.
[11] Blanco-Fombona, 1999: LXXXIV.
[12] 1974: 119.