Julio Rafael Silva Sánchez
En el invierno del año 2003, durante la Primera Bienal de Literatura “Ramón
Palomares”, realizada en la muy fresca ciudad de Trujillo, ese monje
benedictino llamado Pepe Barroeta, compañero
de ruta de nuestros inicios creativos, nos obsequiaba un hermoso libro recién
editado por el Rectorado de la Universidad de Los Andes, en su colección El otro, el mismo. Se trataba de un
volumen titulado Obra poética de José Barroeta (1971–1996)[i], y en él la pluma desbordada de Lubio Cardozo anotaba:
Hállase la poesía extrema en los sueños, en las situaciones límites, en
el dédalo del absurdo, en la locura, y quizás en la premonición del hemisferio
de la muerte. Escarba con desgarramiento el escritor radical en esos niveles
para encontrarlas; significa la preciosa vida apenas un empuje, una voluntad,
para ofrendar en el ascenso a esa latitud e implorar el insondable furor del
lenguaje con el delirio del amor. Revelarlo luego, tal vez por la única vanidad
pura, la gloria, a quienes acepten
conjurar la tristeza por la taumaturgia de la dimensión del reino de la
belleza, hecha con el encandecido fuego de la autonomía y entidad absoluta de
las palabras. (Cardozo, 2001: 18)
Pensamos
que estas precisas, deslumbrantes palabras pueden servir de marco adecuado para
aproximarnos al oficio poético de este bardo singular llamado Miguel Pérez[ii], editor,
antologista, promotor cultural, acucioso investigador histórico y literario,
pero sobre todo y antes que nada, poeta, a quien alguna vez Adolfo Rodríguez
denominara –y no sin razón– “taxidermista pueblerino”.
Porque
Miguel es todo eso y más que eso. La plenitud de su madurez creadora le ha
permitido asumir la aventura de existir,
no el simple transcurrir de los días, no las experiencias, las bravuras
cotidianas, las peleas y los enfrentamientos, sino que ha entendido la
existencia como una andanza (¿tal vez un viaje?), como esta misteriosa,
recóndita oportunidad de desembocar en
el asombro de estar en el mundo. En ese mundo al cual incita cada día, pero que
siempre le sonríe, a pesar de todo.
Quisiéramos detenernos en el libro Historia y canto de una tristeza personal,
con el cual Miguel, como de costumbre, nos vuelve a sorprender y deleitar. En
esta obra, bellamente impresa por el Fondo
Editorial del Caribe[iii],
el poeta eleva su voz, deslumbrado por su realidad, pero con un espíritu
reflexivo, reconcentrado que lo lleva a sentirse sorprendido y vibrante ante el
deslumbramiento mismo. Estamos en presencia de un oficio poético maduro,
decantado, rico en imágenes de gran poder de seducción, a través del cual el
autor expresa, con singular exactitud, lo que acarrea el quehacer poético: ese
asomarse al abismo, la confrontación de lo esencialmente humano del poeta con
una realidad que muchas veces se resiste a ser nombrada.
Aunque
el límite es término y, así definido, niega la posibilidad de ir más allá, la
demarcación casi naturalmente provoca en el hombre el deseo de superarla. Hay
en la palabra poética una doble fuerza de contención y desplazamiento, por lo
que podemos decir que gracias al poema el límite se mueve con precaria
fugacidad, como lo denotamos en este verso:
Vamos solos por estas veredas del delirio
Yo apegado al espejo soñoliento cruzo la majestad del
río
Tu llevando a la cintura jardines de arreboles
Yo postrado en hierbas de nostalgia
conociéndote de nuevo, rehaciéndote,
inventándote, de acuerdo al molde de la playa
Tu abandonando vestigios,
antiguas formas, viejos papeles
Estás allí junto al árbol de plata
con tu vientre de peces, hecho a solicitud de la
lluvia
Tus palabras traducen el diccionario de la noche en
penumbras
y arrancan las voces del sueño
quebrándose
Allí donde duerme la luna, construimos esta espera
Son las tres
sentados bebemos el café (p. 33)
Por medio de la palabra, el poeta se aproxima cada vez
más a esa noción primigenia del verbo que construye, crea y, al mismo tiempo,
deshace o acaba. El lenguaje, entonces, es la manera de identificar y ordenar
lo existente. La palabra nos permite articular el conocimiento, la
especulación, el sentimiento; nos ofrece la posibilidad de explorar y erigir,
pero quizás haya intuiciones y abismos que simplemente son incomunicables y no
por ello inexistentes. La elaboración poética no persigue sólo un fin estético,
la belleza quizás no sea el elemento exclusivo y esencial del poema; éste
también busca nombrar aquello que ha sido indescifrable y busca aproximarse a
una razón abstracta, metafísica. Y así parece asumirlo Miguel:
que los espejos rotos
me empujen
sin temor
que no se compadezcan
que no descansen
yo necesito
el cáliz
de la demencia
para vivir por siempre
con la belleza
servida en la mesa
postrado al polvo y al ripio
de la eternidad (p. 53)
El filósofo
alemán Martin Heidegger, en sus últimos textos, privilegió al poeta como el
único hombre capaz de alcanzar el “claro del ser”. Existe entre nosotros tal
estado de penuria que el hombre ya no es capaz de sentir la falta de dios como
una falta, y entendemos el término dios
no sólo como una entidad de contenido religioso, sino como un concepto que
incluye todo acercamiento al origen metafísico del mundo; es espiritualidad,
especulación filosófica. En ese contexto Heidegger interroga: …¿para qué poetas en tiempos de miseria?[iv]
Y habría que aclarar que es justamente el poeta quien puede, gracias a la
esencia de su actividad creadora, captar el fundamento de lo que realmente
somos. Porque es el poeta, el elegido, el señalado quien puede acceder a la
plenitud y apuntar:
A mí me gusta saber que la gente se muere
y se marcha
a
pesar
de
sus ruegos a dios
y de
dios mismo
que
no deja a uno
en
paz con sus dolencias. (p. 16)
La
poesía se aproxima, aunque con precariedad, a la percepción de lo permanente. Gracias
a la palabra, el poeta reviste a la naturaleza de cierto aire de eternidad, de
un despojamiento que la transforma. Hablar, entonces, de la esencia de la
poesía, es en parte hablar de la esencia de lo existente, no sólo en su
definición material, sino también en su facultad potencial. Una serie de
posibles dormitan en la palabra, al igual que lo hacen en la realidad;
entonces, el poeta detiene el hilo sostenedor y capta lo que, a pesar del
arrebato y el desgaste, permanece. Es el encuentro con una frase, una imagen,
un adjetivo –y hasta un silencio– en donde el escritor descube y crea su
dominio:
lo que yo veo
nadie puede ver
ni escuchar
alguien viene
hasta mi
me dibuja
la imagen
y se pierde
donde mi paciencia
se bifurca (p. 48)
En esta obra el autor intenta una comprimida
relación de instancias, contextos y emociones que confluyen en la experiencia
sensorial evocada con el goce estético del creador, atravesando elaborados
diafragmas que se ubican, muy a menudo, en el ámbito autobiográfico, lo cual
evidencia las relaciones del poema con las experiencias vitales del autor. Aquí
encontramos paralelos antropológicos y míticos elaborados con un alarde
imaginativo cargado de imágenes eróticas diluidas en distintos campos de
fuerzas, en un entramado de tensiones simbólicas, partiendo del cual logra el
poeta saltar de una relación a otra, de un mundo a otro, siempre ubicándose en
el desconcertante y definitivo llano de su niñez, recorriendo comarcas tan
diversas como ésta:
estos labios
no volverán
a maltratar
tu vida
no te dirán
nada que te
pueda doler
sólo se
abrirán
para
besarte
siempre
de noche
como a ti
te gustaba
debajo
del almendrón
con la luna
colgada
a la cintura
oyendo
al río
y su música
de pájaro
negro
que tanto
debe
agradar
a
los ahogados (p. 28)
Revestidos de
inalterable frescura y una gran claridad, estos poemas se nutren de savias
trascendentes, cercanas a la sangre y al
aire mismo que alimenta la sangre. No es sólo el amor, la muerte y los adioses,
sino la tierra, la llanura, los verdes montes, cuya luz arde al viento más
viajero, las tierras que sueñan en la ilusoria cercanía del cielo… el tema de
estos cantos. Allí está la tierra que alza sus frutos al aire, la tierra que
muestra paisajes y escombros a los ojos perturbados del espíritu:
Esta será mi
venganza.
Claudia me abandonó
un día de lluvia.
Yo la vengo a
despedir con un poema.
Este no es un asunto
de arcoiris.
La muerte, podría
ser. Más que eso.
Yo vengo a entregarle
el último cometa.
Después de éste
vendrá la soledad, y despuntará un nuevo planeta
del único habitante
será mi “corazón errante”. (p. 37)
Esta es una
poesía que parte de una búsqueda del otro a través del yo íntimo. La presencia
del poeta en toda su obra es una constante que fluye en distintos niveles de
una peculiar simbología expresada a través de la sincrónica conjugación de
tiempo, espacio y lenguaje, como elementos que conforman la base espiritual del
poeta, en donde historia y pensamiento son un todo que se abre y se cierra en
sí mismo:
Si hoy
estuvieras
conmigo
bebiéndonos
a febrero
a toda
boca
le escribiera
una carta
en griego
a los pájaros
y enloqueciera
de sueños
servidos
en copas
de tempestades (p. 24)
Los temas amorosos, eróticos, nostálgicos,
existenciales, míticos (o, simplemente, cotidianos), están tratados con una
singular maestría que nos ilumina sobre el ars poética del autor: a
través del ritmo incandescente del lenguaje, de sus estructuras y sesgos
formales, el poeta se manifiesta como un aeda esencialmente musical, por lo
cual da la impresión de desarrollar sus temas como en la polifonía de una fuga.
Es ésta una lucha deslumbrante del creador por explicar lo inexplicable, a lo
largo de un escarpado peregrinaje que va – si es que va hacia algún sitio - de
las tinieblas a la lucidez de sí mismo. Sus imágenes parten de un centro
múltiple (la presencia insoslayable del llano y la llanura), pero suelen
desencadenarse y esparcirse saltando sobre los límites de la forma, en un fluir
indetenible de imágenes y aconteceres:
Me seleccionaron a mí sin consulta alguna.
¿Por qué eligen a uno de esa manera?
Las explicaciones desde luego cuentan.
Una podría ser el río. El río estaba frente a la casa.
Dos ventanas
Una puerta, por donde entraban el sol y la luna.
Un alero que aguardaba las golondrinas.
Un silbido de ánima en la casa.
Las hamacas recogidas en la alcayata.
Una puerta azul, dos ventanas.
Un totumo y un gallo que ensalmaba los sapos.
El silencio de los domingos, la hora de la misa.
Ahora
descendiendo entre las voces que recorren la página.
Habrá un
mar en la última línea. Búsquelo y póngale los colores del tiempo. (p.79)
El
estilo del poeta es diáfano, como las primeras luces del amanecer, como el
nacimiento de la luz, apreciable cuando ya la sombra quedó disuelta en el final
nocturno. Hay aquí la contemplación asombrada de un mundo que se
expresa en la unidad integral de su creación, preñada de trascendencia y de
fecundidad. No existe en estas páginas violencia ni torcedura, escondidos ni
máscaras: por sobre toda la experiencia humana que puede padecer, un rumor
esparce su polen de serenidad fecunda en el auspicio del poema. Por otra parte,
es éste un estilo de variados sesgos: desde el verso inquisitivo hasta la
reflexión, en un pulso febril, un ritmo acompasado y tenue, pero siempre firme,
a través del cual materia, pensamiento, pasión y movimiento se corresponden en
una muy armonizada presencia que exhala un sostenido diálogo entre el entorno,
espejo del poeta, y su ánimo.
Yo
estoy en el prado
donde
la noche se bifurca
en
espigas empedradas.
En una,
los mortales
en su
lecho de crisantemos,
olvidados
serán.
Y en la
otra, los de siempre
padeciendo
las espigas
del
país de la pena
cuerpo
entero
a esta
casa sola
de mi
infancia
que
ladra o ruge
a la
sombra de mi amada
vestida
de serpiente
dueña
de la hermosura
y sin
temor ni asombro
del
abismo con la luna
en sus
labios de viento
apoderada
de mis actos.
Yo
estoy en el prado
entregado
a los designios
de mi
amada. (p.
11)
Es
ésta una poesía que atraviesa una carrera de obstáculos, elaborada para vencer
los retos y darle una voz precisa a la imprecisión del lenguaje, mejor construido
desde el punto de vista musical, ciertamente, con una sintaxis y tonalidad
rítmica más elegante, más intensa, más honda, más compleja existencialmente
hablando. Al poeta le apasionan las palabras y las frases, los ritmos y los
acentos, las pausas reflexivas, la expresión erótica, la dimensión psíquica u
onírica. Por eso el discurso poético se regodea en su sintaxis tonal y en su brillo lexical. Debe
superar pruebas, saltar dificultades, habérselas con esos elementos expresivos
que generan una melódica del pensamiento y una especial sensibilidad para su
singular cosmovisión:
he consumido vigilias
discutiendo con los
dioses
que te protegen
y alumbran tus
caminos
de cómo fue posible
este paso y el otro
que darás cuando
vuelva la luna
porque
tal como lo afirmas
te propones
dejarme
sin aire
como un caballo ciego
al pie del horizonte (p. 27)
En suma, estos textos de Miguel Pérez no sólo son
poemas, sino también reflexión sobre la escritura. La simplicidad de la forma,
despojada de retórica inútil, exhibe un
contenido cargado de pensamiento y, al mismo tiempo, de emoción. Evidencia
claramente que la literatura es el arte de la ambición, porque en ella caben lo
extensivo y lo minúsculo. Sus márgenes se mueven impulsados por las necesidades
cada vez más disímiles e insospechadas. La materia del lenguaje, común a todos,
se transforma hasta el punto de pertenecernos y provocar nuestra inmersión en
el asombro. Su poesía exalta ese anhelo de conquista que posee el arte
literario y supera las propias razones de la palabra, o lo que es lo mismo: la
comunicabilidad. El tono, el ánimo, el ritmo, entre otros, son elementos que
parecieran ser más importantes que la simple denotación. Estos textos,
entonces, se distinguen por su expresión depurada, por la confección simple,
sin delirios de grandeza y, sobre todo, por su aspiración constante y decidida
de obtener los rasgos más esenciales del poema. El juglar no puede desprenderse
de la pregunta por el origen, porque es justamente esta inquietud la que
impulsa la escritura. Tal como lo afirmaría Eugenio Montejo (2008)[v]:
El poema contiene, tanto en sus ritmos como en sus
imágenes, la celebración del amor y la certeza de la muerte, esa muerte consciente
de sí que es todo hombre, a fin de cuentas, y sobre esa fusión de Eros y
Tanathos se crea la tensión de sus equilibrios. Al mismo tiempo, sin mayores
énfasis ni patetismos, el poema procura abrirse a otras visiones menos
frecuentes, como la visión presentida de nuestras postrimerías, del tiempo en
que ya no estaremos ni siquiera en la
tierra, sino que seremos ese errante puñado de cenizas capaz de ver la tierra
allá a lo lejos, roja, flotando en el abismo sin nosotros. Una visión mediante
la cual se aprende casi todo. (Montejo. 2008: 102)
[i]
Consultar: Barroeta, J. (2001). Obra
poética (1971 – 1996). Mérida: Publicaciones El otro, el mismo, del
Rectorado de la Universidad de Los Andes.
[ii]
Miguel Pérez (Achaguas. Estado Apure, Venezuela, 1962).su labor creativa
comprende los ámbitos de la poesía, el periodismo, la militancia política, la
edición y la gerencia cultural. Sus primeras publicaciones se remontan a la
década del ochenta, cuando fue colaborador del interdiario La Idea, de San Fernando de Apure. En 1987 funda el periódico estudiantil Vanguardia, con el cual participó como invitado en el I Festival
Internacional de Prensa Juvenil, en Tbilisi (URSS), el año 1988. Estuvo
vinculado a Poesía en la calle,
vocero cultural de la Coordinadora de Organizaciones Estudiantiles de Avanzada
(COEA), de la UNELLEZ-San Carlos. Cofundador del Grupo Cimarrón (1991) y del
Círculo de Escritores del Estado Cojedes (1993). Coordinador de Literatura del
Instituto de Cultura del Estado Cojedes (1991-2000), Presidente del mismo (2002-2006) y
Coordinador General en la actualidad.
Coordinador de Edición de las revistas Tiriguá (1997-1998) y Quemadura
(1994-1998).Director del periódico-plaquette Contracultura (2003).Asesor de Edición de la revista Moral y Luces (2003-2006).Ponente
internacional en Villavicencio, Colombia (2003) y La Habana, Cuba (2004). Su
obra literaria ha merecido diversos reconocimientos, como el Premio Municipal
de Poesía (San Carlos, Cojedes, 1998), el Premio Municipal de Prosa (San
Carlos, Cojedes, 1992) y Mención de Honor en el concurso Cuéntame de la Asociación de Escritores (1993). Obra publicada: Espera latente o fuego bajo lluvia
(1992), Yo, don caballo rey (1995),),
Una vez frente al paso (todas las veces)
hasta el anochecer (2004), Historia y
canto de una tristeza personal (2006). Producto de una ardua investigación
publicó La gran pulpería del libro (2002), suerte de memoria bibliográfica y
hemerográfica de la literatura en Cojedes, desde 1811 hasta comienzos del siglo
XXI. Estos datos fueron obtenidos en: Pérez, M. (2007). Cojedes: poesía de doce autores. San Carlos / Cojedes: Fondo
Editorial Tiriguá y Rivas D., R. A. y García R., G. (2006). Quiénes escriben en Venezuela. Diccionario
de escritores venezolanos (siglos XVIII a XXI). Tomo 2-M-Z. Caracas: CONAC.
[iii]
Pérez, M. (2006). Historia
y canto de una tristeza personal. Barcelona, Anzoátegui / Venezuela: Fondo
Editorial del Caribe; pp. 112.
[iv]
Heidegger, M. (1998). “¿Y para qué poetas?, en Caminos de bosque. Madrid: Alianza Editorial; p. 238.
[v]
Montejo, E. (2008). “Entrevista” en Ortega, J. El hacer poético. Volumen I. México: Editorial Ducere, de la
Universidad Veracruzana, p. 102.