Me contó un amigo, de nombre de virgen mexicana, que una vez, Mamá, echó de la casa, al albañil áspero de la aguda mirada, cuyos dos vicios en sus sesenta años, beber los ratos libres e internarse en los montes de cacería… El bloque caía donde decía el nylon de su mirada, el más hábil constructor de paredes que se recuerde en Yaracuy.
Esa vez llegó a casa un poquito ebrio —más de la cuenta y no por el licor— a la entrada del sol…
Detrás de la puerta lo recibió la ropa dentro de un bolso y cuando le ordenaron regresar por el mismo camino que lo trajo a casa, repuso: “Ya va… espere” y cubrió la distancia hasta el lugar donde resguardaba la que él llamaba la bicha de dos tiros.
Cuando salió lo atajó la mujer: …“no se la lleva Usted… Es mía” y se la arrancó de las manos.
…Supo que podía regresar más tarde.
—Cómo me voy si me quita la vida ¿sabes? Así no puedo caminar… Estoy cojo… Esto es un cuerpo vacío que no vale nada. Yo no tengo fuerzas… Agárreme… No sea maluca, déjeme un poquito de vida, lo único que distrae mis pesares, Ud. me lo niega… quédese con la ropa y con lo que tengo debajo de la cama… Déme un tiro entonces, porque un hombre que ama a una mujer no la abandona, si antes no pierde... hasta la vida si fuera necesario.
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